2. Primer encuentro

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2. Primer encuentro (1876)

   Estaba feliz, dolorido pero feliz. Tenía una buena cuerda de chorizo recién robadas del gordo carnicero Bards. Sabía que él no sería capaz de perseguirlo, aunque no se espero que le lanzará el mazo que solía usar para aplastar la carne en la espalda. Un movimiento desesperado para hacerlo caer pero su hambre y su estómago se negaron y le dieron energías para no caer y desmayarse por la falta de oxígeno que le arrebató semejante golpe. Solo detuvo sus pasos cuando supo que estaba lo suficiente lejos para no ser encontrado.

   Se apoyó de una pared cercana y respiró profundamente. Su espalda dolía pero ver esa rueda de chorizo le daría fuerzas a Kempo quien había pillado un resfriado y Tattoo hacia todo lo posible por robar en las boticarias de los ricos.

   Suspiró, sus manos temblaban y sus ojos se humedecieron más de la cuenta. Una vida juntos y pensar que Kempo podía...

   Negó, los tiempos eran malos, sí, pero saldrían de esta. Siempre lo hacían.

   Decidió seguir con su camino, esta vez más calmado, hacía el piso cutre y sucio en donde vivían. A medida que se iba perdiendo más en los callejones, algunos niños lo saludaban o algunos ancianos bromeaban por la comida en sus manos. Todos sabían que cuando alguien tenía a un enfermo en casa, el robo estaba prohibido hacia esa persona por eso nadie intentaba arrancarle el chorizo de las manos y agradeció eso en silencio.

   Pasó por un callejón, el olor a grasa y a basura hinundó sus fosas nasales, algo a lo que ya estaba acostumbrado. Sin embargo, en todo ese olor, un ruido llamó su atención. Eran como llantos, infantiles, en el fondo oscuro. Miró a todas partes, viendo a quien podía dejar la labor de investigar, no encontrando a nadie.

   «La curiosidad mató al gato» pensó y se adentró en el callejón con pasos cuidadosos. Metió una mano a su bolsillo, apretando el mango con fuerza. Nada en estas calles era seguro, nadie era seguro.

   Poco a poco, el llanto se hacía más y más fuerte, una figura en medio del suelo mugroso. Sus pasos llegaron hasta un pequeño niño que yacía en el suelo inmóvil, sollozando suavemente en la oscuridad, tumbado en el suelo y sin moverse. Se acercó lento y precavido, y cuando lo vio pudo sentir realmente mucha pena y rabia.

   Era un niño de unos cinco-seis años, estaba lleno de moretones y, de su cabeza, caía un pequeño hilo de sangre hasta el suelo. Se agachó y lo tomó em brazos, revisando si tenía más heridas.

   — ¡Hey, hey! —lo llamó, sus ojos ámbar lo miraron débiles—. ¿Quién te hizo esto?

   No pudo hablar porque en pocos segundo se desmayó en los brazos del mayor. Este, ahora sí ya interesado, lo cargó como pudo, sin que tocará los chorizos, y corrió hasta casa.

[...]

   Despertó en una habitación oscura y en una cama incómoda pero cálida. Se extrañó un poco y, con cuidado, intentó sentarse en la cama lográndolo pero con dolor y mucho mareo. Observó su entorno, no había nada del otro mundo, solo un par de muebles viejos y rallados, el suelo de madera y la cama, una vela apagada a su lado y un tazón de agua con un paño encima.

   Tragó saliva con dificultad y abandonó la cama, sus piernas flaquearon pero se obligó a mantenerse de pie. A sus cinco años, poseía el orgullo necesario como para no caer por haber sido golpeado por ese hombre al que llamaba padre. Los primeros pasos fueron una tortura, sentía que sus piernas apenas podían aguantar su peso, sin embargo, no cayó y llegó a la puerta la cual abrió y salió a un pequeño pasillo. Una luz naranja a su derecha y un par de voces le indicaron que no estaba solo y, enseguida, se puso en guardia, caminando lento hacia las voces.

   —... Es un niño.

   —Apenas podemos encontrar comida para nosotros, con cuatro sería imposible.

   —Tattoo...

   —No podemos cuidar de todos los niños que ves en la calle, lo sabes.

   —Yo eso lo sé y sé que no debí traerlo pero... Cuando lo vi tirado en el suelo, llorando solo, sin que nadie se interesase por él... Me recordó a mí. Tendrá unos cinco, seis años, a esa edad fue cuando ustedes, Kempo y tú, me ayudaron a no ahogarme en el aquel río cuando todos miraban. Fue por ustedes que accedí a ir a ese orfanato y fue por ustedes que ahora estoy aquí, vivo. Tattoo, por favor, es un niño.

  Ese pequeño discurso pareció convencer al otro hombres pues escuchó un soplido de resignación.

   —Está bien, que se quede. Pero de la comida te encargas tú todo el mes.

   —Yay, muchas gracias.

   Entró en el modesto salón y vio a los dos hombres que se abrazaban. El lugar era igual que la habitación en donde despertó, una simple chimenea, un sofá roñoso y una mesa de madera rota por algunas partes. En medio, un hombre de dieciocho años y un chico de diez años. Este último rubio como él pero de ojos castaños, el chico de cabellos castaños y ojos oscuros, uno con una cicatriz y el otro con un tatuaje extraño en la cara.

   El rubio se acercó a él, con cuidado y se agachó a su altura para mirarlo.

   —Hola, me alegro que despiertes. —su voz suave, como el de una madre—. ¿Cómo te llamas?

   Guardó silencio.

   —Bueno, no importa si no quieres decirlo. —se levantó y señaló la mesa con comida sobre esta—. Ven, tenemos un poco de pan, salchichas y una rica sopa de carne. Imagino que tendrás muchísima hambre, ¿no?

   Y no se equivocaba, la tenía pero no estaba seguro de las intenciones de estos tipos.

   —Iré a darle la medicina a Kempo. —el hombre tatuado se fue y los dejó solos.

   —Ven, vamos. Come.

   Sucumbiendo a su hambre, fue a la mesa y comió bajo la mirada castaña del mayor. No le importó, mientras no le hiciera nada.

   —Yo me llamo Roberto Edward O. Speedwagon. Pero puedes llamar Speedwagon.

   No contestó.

   —Te encontré tirado en la calle, estabas sangrando mucho. Tal vez no quieras decirlo pero... ¿Quién fue el qué te hizo eso.

   Lo miró de reojo y vio algo que nunca vio en nadie más que en su madre.

   Un brillo de preocupación.

   —Te lavé las heridas y te cosí una brecha que tenía en la cabeza. Pero, cuando te limpiaba la mugre, noté que tienes varias cicatrices en su pecho y muslos. Cicatrices de tabaco.

   Vio la piel descubierta de los brazos del mayor pues sus mangas estaban en sus codos. También vio sus heridas, su piel llena de feas cicatrices que se curaron mal. Pensó por un momento.

   —Mi padre...

   — ¿Uh?

   —Mi padre me hizo esto.

   —Oh... —vio su rostro ensombrecerse—. Qué tipo de padre...

   —Dio. —añadió—. Me llamó Dio Brando.

   Los ojos castaños se iluminaron.

   —Es un lindo nombre, Dio.

[...]

   Horas antes de las flores, Dio Brando.

   Despertó en medio de la oscuridad como en aquella ocasión solo que esta vez, esos espacios vacíos, eran rellenados por varios muebles lujosos y cuadros.

   Suspiró.

   ¿Fue ahí cuando ese ladrón le comenzó a gustar?

DioWagon Week 2020Donde viven las historias. Descúbrelo ahora