I. El jueves es el mejor día de la semana.

204 13 0
                                    

El aroma a rosas rojas y frescas entró en su nariz con una danza suave, y levantó sus ojos oscuros hacia el cielo soleado y agradable de mediados de marzo. Un año de libertad, y un suspiro leve salió de entre sus labios cubiertos notando como el astro rey calentaba sus manos enguantadas que sujetaban el pequeño ramo de flores que sostenía contra su amplio pecho. A Kakashi Hatake le encantaban los jueves, era su día favorito de la semana, sin ninguna duda, sobre todo desde que había dejado de ser Hokage. Sus pasos le llevaron curioseando por las calles de sobra conocidas de la Aldea que lo había visto en sus mejores y peores momentos, y el nuevo y enorme edificio de la Academia lo saludó a lo lejos.

Lentamente, sus andares lo introdujeron en la explanada de entrada y caminó distraído y silencioso por el sendero junto a los campos de entrenamiento ninja, tan familiares y a la vez tan ajenos después de tanto tiempo. Por unos instantes, recordó los tocones gastados y puntillados por los lanzamientos inexpertos de shurikens, el suelo terroso sobre el que había rodado numerosas veces durante su corto paso por la Academia; y al parpadear sus iris oscuros como las obsidianas solo contemplaron los nuevos equipos ya estrenados por los alumnos. La reforma de la Academia Ninja de Konoha, que se había convertido en la Academia General de Konoha, un lugar donde shinobis y civiles eran formados desde que eran niños, con la libertad y la seguridad que otorgaba una Aldea pacífica, su

último gran proyecto como Hokage en funciones. Unos cabellos rubios y luminosos con el sol se movieron a lo lejos, y desde la distancia, en mitad de aquellos campos de entrenamiento tan ajenos a su memoria pudo observar el patio de recreo de los más benjamines de la escuela, y la que supuso era la clase de Boruto que correteaba junto a Sarada mientras Shino los vigilaba ligeramente nervioso.

Y de golpe, se sintió mayor, mucho más de lo que era pese a estar jubilado. Y recordó cómo había pasado años sentado en aquel árbol junto al campo de entrenamiento dos, uno de los pocos que no se había trasplantado con la reforma. Y recordó como la brisa suave de primavera mecía las hojas cuando intentaba concentrarse en un libro releído y como el sonido de la voz didáctica y ligeramente molesta de un chunin de piel de canela y ojos de almendra siempre se lo impedía. Iruka Umino, apostado en el lugar que en la actualidad ocupaba Shino, explicando a incontables generaciones como lanzar un kunai, curando pequeñas heridas o jugando con los niños a los que quería como si fueran sus hijos postizos. Un sonrisa menuda y melancólica se dibujó en sus labios cubiertos, pensando en la cantidad de horas que había pasado observando al amor de su vida desde la distancia y el cariño, y cómo sus vidas habían cambiado paulatinamente. Unos dedos fuertes y blancuzcos, se apretaron en torno a las flores y con un suspiro pesado siguió su camino, entrando por los pasillos recién pintados.

De repente, el timbre sonó con su característico chillido incómodo y unas cuantas pequeñas figuras le hicieron un par de reverencias antes de que pudiera ocultarse de su vista usando un clon de sustitución. Esperó paciente a que los chiquillos olvidaran su presencia y salieran atropelladamente hacia el patio que les daba salida hacia sus hogares. A continuación, caminó despacio hasta la tercera clase del pasillo más meridional del edificio, y asomándose por la ventana alta sonrió inevitablemente. Al recordar el peso del borrador cayendo sobre su cabello y manchándole de polvo de tiza, recordando el primer día de su nueva vida. Aquella que a pesar de las desgracias, le había traído enormes momentos de felicidad, una familia poco ortodoxa y la oportunidad de pasar el resto de sus días junto al amor de su vida: aquel profesor de carácter fuerte, ojos de canela y la sonrisa más bonita del universo.

Dentro del aula, el chunin de piel bronceada borraba el rotulador de la pizarra blanca con parsimonia, sus pasos pesados lo llevaron hasta su mesa y amontonó unos cuantos libros sobre el ordenador portátil, sacudiéndose después la chaqueta de su uniforme con un suspiro cansado. De pronto, sus ojos cayeron sobre el calendario apostado a la derecha del escritorio del profesor y sus mejillas se iluminaron con un leve sonrojo al darse cuenta de que era jueves. E Iruka amaba los jueves, casi tanto como a Kakashi. No recordaba muy bien cuando aquella estúpida pero tierna tradición había empezado entre ellos, pero le importaba poco.

El sabor de la felicidadWhere stories live. Discover now