II. Un nuevo año

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El aire fresco de las primeras horas de madrugada mecía caprichosamente las hebras de caoba cuidadosamente recogidas en su peinado desordenado, algunos copos de nieve rebeldes se ofrendaban a sus cabellos en un ritmo suave acompasado por sus pasos...

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El aire fresco de las primeras horas de madrugada mecía caprichosamente las hebras de caoba cuidadosamente recogidas en su peinado desordenado, algunos copos de nieve rebeldes se ofrendaban a sus cabellos en un ritmo suave acompasado por sus pasos subiendo los escalones del viejo templo. Dos manos, una clara cómo la luz de la luna y otra bronceada como el más sabroso de los chocolates, se entrelazaban entre el cariño y la fortaleza como para no dejarse ir nunca.  El camino empinado parecía interminable, y a Kakashi Hatake no le hubiera importado que lo fuera, por que aquello le permitía disfrutar de la bella presencia del hombre de sus sueños para el resto de la eternidad. El viento helado y sincero revolvía los faldones de su yukata, los colores crema de su camisola interior resaltaban sus ojos marrones y brillantes. Las amplias mangas del cobertor pasaba del beige al marrón café, salpicado de pequeños motivos de delfines; y sobre la solapa izquierda,  engarzado sobre su corazón, en un bordado de seda blanca, se presentaba de manera tímida un cuadrado con cuadrícula, apoyado sobre uno de sus vértices: el emblema del clan Hatake. 

Paulatinamente, el olor a incienso y hierbas varias inundó sus pulmones, al tiempo que ponían el pie en el último de los escalones. Ante la pareja de shinobis, el templo levemente iluminado por las velas se levantaba silencioso e imponente, envuelto en la niebla ligera propia del invierno. Recorrido por las figuras de los creyentes que celebraban el año nuevo, el templo de las Nieves. Ubicado en el rincón más recóndito del país del Hierro, era un enclave conocido únicamente por los samuráis y las altas esferas del ANBU de cada Nación Ninja; y funcionaba como territorio neutral. Aquel templo recogía tradicionalmente a soldados anónimos, sin hacer preguntas sobre su pasado, su misión actual o las manchas de sangre que los cubrían. Los monjes de la nieve los protegían con su silencio, obligando a cada individuo que se alojaba allí a deshacerse de sus armas a la entrada, en aras de preservar la paz y el anonimato. Tras la guerra, y totalmente inmersos en aquel delicado periodo de paz que había sido establecido cuando el último de los Hatake se había hecho cargo de su puesto como Hokage, el templo había notado la menor afluencia de refugiados y simplemente funcionaba como un retiro perdido a medio camino entre la leyenda y el secretismo que solo unos pocos cada vez menos jóvenes conocían. Precisamente por eso, era el lugar ideal para disfrutar de unos días junto a Iruka, sin que nadie los interrumpiera. 

La sonrisa madura y luminosa del chunnin se clavó en su corazón, cubierta a medias con los mechones rebeldes de café que escapaban de su melena recogida. Una mano besada por el astro rey tironeaba suavemente de la suya, enredando sus dedos paliduchos y alargados con los contrarios. La primera de las ciento ocho campanadas que anunciaban el cambio de año sonó en el vacío de la montaña, y Kakashi apretó la mano cálida entre la suya en silencio mientras se resguardaban de la nieve ligera bajo uno de los tejadillos secundarios del templo. El sonido metálico era una constante en el frío ambiente, y aún así Iruka sentía el corazón más caliente que nunca.

Los cabellos canos arremolinados y desordenados, cubriendo su misterioso rostro en apoyo a su indispensable mascarilla, que siempre ocultaba aquel semblante más cerca de lo divino que de lo humano. Los ojos oscuros de obsidiana, reflejando el brillo suave de los copos de nieve escarchada, se perdían en el horizonte nocturno. Los hombros anchos cubiertos de las capas propias del traje tradicional. La camisa gris, de cuello mao, que cerraba su pecho cuidadosamente, como si el yukata hubiera sido diseñado para el ninja copia y no para su progenitor hacía casi sesenta años. La tela suave de la chaqueta verde oscura, el color oficial del Clan Hatake; sobre el que se cernía el cinturón perlado del mismo color que sus cabellos. Sobre sus hombros, el yukata azul marino con el emblema del clan grabado en la espalda y la última modificación, un pequeño del fin borrado en la solapa izquierda, justo donde sobre donde su corazón latía. Decir que el Rokudaime era hermoso era casi un insulto, e Iruka se sorprendía cada vez más puesto que parecía que por el ninja copia no pasaban los años. Aún después de tanto tiempo, seguía manteniendo ese aura ligeramente misteriosa y tenue, aquella sonrisa menuda y solo conocida por el chunin y aquel misterioso semblante que parecía legado por el primer ángel caído. 

El sabor de la felicidadWhere stories live. Discover now