PREFACIO

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Lunes, siete de mayo.

Después de permanecer dos semanas aislada de lo exterior y batallar ásperamente con el dolor que había adormecido cada parte de mi alma, decidí volver al colegio.

Salí del apartamento en donde Sergio, mi hermano mayor, y yo nos habíamos refugiado durante todo ese año, resulté en medio de la transitada acera siendo recibida por el ruido de una ciudad caótica y emprendí mi camino.

Me tomé el tiempo de analizar esa mañana, vi con minuciosidad a la gente, todos iban enfocados en sus asuntos. Aquella era la primera vez que me atrevía a salir de casa después de lo que pasó y no era gran cosa, todo seguía igual.

Tras caminar alrededor de veinte minutos y emplear otros cinco más para subir las escaleras y llegar a mi salón, me encontré con un lazo negro colgado sobre la puerta, como una clara señal de luto. Avancé un par de pasos y finalmente fui recibida por el silencio que mantuvieron todos incluyendo la maestra de ese curso al verme entrar.

—Perdón por la tardanza, no fue mi intención.

—Nunca es tarde para ser valiente, Ferreira, pasa.

Bajé mi rostro incómodo, fui hasta mi lugar solitario, y, por necesidad, coloqué mi mochila en el asiento que estaba al lado, el que le perteneció a Hillary, en donde había un pequeño ramo de flores.

Ese día la maestra se tomó la total libertad de hablarnos sobre lo efímera que era la vida y las razones para valorarla. Decía que las personas mueren a diario, decía que el mundo jamás iba a detenerse si alguien se va, pero yo no lo creía así.

Un mundo sí se había detenido, deteniendo el mío consigo.

—No puedo imaginar cómo te sientes, Estela —me dijo la mujer entre susurros cuando la clase acabó y muchos compañeros salieron al descanso—, pero verte aquí ahora es una verdadera hazaña.

—Gracias.

—Si necesitas hablar o cualquier otra cosa puedes decírmelo.

Asentí, ella hizo lo mismo y se fue, dejándome sola en medio de ese salón blanco.

—Vaya, la maestra está igual o más loca que antes. —la escuché hablar.

—Con la miseria de salario que recibe cualquiera enloquecería.

Ella suspiró.

—Todavía me es difícil asimilar que se acabó.

—Sabes que nada se ha acabado, Hill. Seguimos aquí.

Sus verdosos ojos me miraron con tristeza para después ser atraídos por el ramo.

—¡Qué bonitas flores!

—Sí... —sonreí débilmente—. Ojalá te las hubieran dado cuando estabas viva.

EL FANTASMA DE HILLARYDonde viven las historias. Descúbrelo ahora