La niña alegre y el niño triste.

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   Había una vez, como siempre la hay, una niña sonriente que vivía en un mundo triste. Una mañana la niña sonriente salió de su casa a jugar, pero encontró que todos en el pueblo tenían las caras largas y estaban desanimados. Se acercó a un niño que se encontraba sentado en el borde de una fuente con forma de pez y le preguntó:
   —¿Por qué todos están tan tristes hoy?
   El niño lastimero la miró confundido.
   —Se debe a que nunca tenemos un motivo para sonreír. Todos los días se vive igual, y estamos cansados de tanto trabajar. La sequía ha acabado con los cultivos, y ya está escaseando el alimento. El rey subió los impuestos, y las personas que no son capaces de pagarlo son apresadas y condenadas, o en el peor de los casos asesinadas. Mi padre y mi hermano se adentraron hace dos años al bosque buscando una solución y todavía no han vuelto. Vengo todas las mañanas a esta fuente, esperando su regreso, mientras que mi madre trabaja turnos dobles para sacarnos de esta miseria. Así que no tengo motivos para sonreír, aquí nadie los tiene.
   El niño cubrió su cara con ambas manos y las lágrimas corrieron libres entre sus dedos.
   La niña sonriente no supo qué decir en ese momento, por lo que decidió sentarse junto a él.
   —Siempre hay un motivo, solo es cuestión de poder verlo —dijo la niña, ganándose la atención del niño triste —. Vives los días iguales porque haces las mismas cosas ¿Nunca haz intentado hacer algo diferente? —el niño negó con la cabeza, a la vez que secaba las lágrimas con su antebrazo —. La sequía acabará, y veremos días mejores, lo malo tiende a pasar y la paz llega después del conflicto. No te preocupes por el rey y los impuestos, existe un rey celestial más poderoso que este, es bueno y misericordioso. Él pelea por nosotros, y nunca pierde. Hará justicia. En cuanto a tu padre y tu hermano, siento oír eso, no hay nada que podamos hacer para remediarlo. Los que se han ido, ahora descansan en paz. Solo queda el recuerdo de los buenos momentos, aférrate a ellos y encontrarás matices alegres en paisajes lúgubres.
   El niño que ya había dejado de llorar, la miró como si fuera la primera vez que realmente la viera.
   —¿Sabes por qué vienes a está fuente todos los días?
   —No —respondió el niño.
   —Lo sabes, solo que no te haz dado cuenta —le sonrió la niña —. Y es porque aún no te rindes.
   —¡Es cierto! —dijo el niño con mejor semblante.
   —Las personas fuertes no son las que cargan una espada y un escudo, son las que ríen cuando no hay un motivo aparente para hacerlo.
   Para la sorpresa de la niña, su nuevo amigo comenzó a sonreír. Al principio era una sonrisa tímida, a penas perceptible.
   —¡No tengas miedo, muestra esos dientes!
   El niño lo intentó una vez más, dejando al descubierto una dentadura casi sin dientes, pues los de leche ya se le habían caído. Aquello provocó la risa de la niña, y esta hizo crecer todavía más la del niño.
   —¿No te sientes mejor ahora? —preguntó ella.
   —Sí, me siento más tranquilo y ligero.
   —Eso, amigo mío, es el poder de una sonrisa. Ahora, ve y comparte esa sonrisa con los demás. Nunca sabemos a quien le hace falta una.

   Después de su paseo por el pueblo, y sintiéndose complacida, la niña sonriente volvió a su casa. Allí no había nadie que la recibiera excepto su abuela, pues sus padres habían muerto en la guerra cuando a penas era una recién nacida. Al entrar escuchó la cansada voz de la madurez llamarla. Su querida abuela ya era muy vieja y no podía levantarse de la cama. La niña sonriente le dio un beso en la frente y se acurrucó junto a ella, sintiendo su calor.
   —¿Te divertiste, mi pequeña flor? —le preguntó la anciana.
   —Sí —respondió la niña —. Hoy hice feliz a alguien.  

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