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 Ella sabía que estaba loca.

Llevaban diciéndoselo toda su vida. No con esas palabras, sino con las que usan los médicos, los especialistas y los familiares preocupados. Ya estaba curada, por supuesto. Había aprendido a sonreír todos los días, a responder las cosas que desfruncían el ceño de los terapeutas y, en definitiva, a ser un ser humano normal. Tenía un trabajo en una oficina, quedaba con sus amigas para ir al cine o de copas, leía novelas que comentaba luego por Internet y veía programas cutres en la televisión. Todas las mañanas se pedía un café para llevar en la cafetería de la esquina, la que vendía tartas de zanahoria y estaba decorada con reminiscencias retro. Sus vecinos la saludaban al entrar o salir de casa. Siendo una mujer guapa y con bastante dinero, parecía que nada en el mundo la preocupaba.

Salvo que seguía estando loca.

Todo empezó cuando era pequeña. Tendría tan solo tres o cuatro años, porque era uno de sus primeros recuerdos. Estaba en su cuarto, su madre estaba hablando por teléfono en el salón. Recordaba el fluir de su voz en la conversación que no era del todo inteligible y el olor del humo de su cigarrillo. Lara tenía entre las manos un par de muñecas que, en diferentes voces que ella articulaba, estaban discutiendo porque una había robado el desayuno de la otra, lo cual no es algo que una amiga deba hacer. Entonces, por el rabillo del ojo, Lara vio algo que se movía. Giró su cabeza de infante a toda velocidad, esperando ver un ratón o una ardilla o algún animal sacado de los cuentos, pero no vio nada. Se mantuvo expectante, pero solo podía escuchar la voz lejana de su madre. Cuando su ilusión se esfumó y decidió que no iba a aparecer nada interesante, volvió con las muñecas y encontró entre ellas un caramelo. No había robado su desayuno, después de todo, solo lo había perdido.


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Espero que hayas disfrutado la lectura, saldrá un nuevo capítulo cada VIERNES. Mientras, te invito a pasar por mi otra historia =]
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Una Historia de AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora