1. En las malas...

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Justi se acercó aun más al borde de la tabla. La altura era impresionante. Una línea dorada se perdía entre los edificios más distantes. Contempló la inmensidad de esa ciudad anaranjada que se extendía bajo sus pies: diminutos coches aceleraban demasiado hacia sus destinos. Otros enloquecían a bocinazos frente al semáforo. Personas cruzaban la calle por cualquier parte, corriendo para no ser pisadas. Se apuraban tanto... Nada parecía tan importante desde ahí arriba.

Se acercó algunos centímetros más. Sí, todavía podía, si lo hacía muy despacio... La tabla rechinó bajo sus pies y su piel se erizó. Infló el pecho y un cosquilleo recorrió todo su cuerpo hasta las extremidades. Cerró los ojos. Los últimos rayos de sol teñían sus párpados de rojo. Por un minuto los martillazos se detuvieron. El murmullo del tráfico distante se desvaneció bajo el sonido de la brisa rozando sus oídos. Brisa que acariciaba sus mejillas y aliviaba su frente cubierta de sudor. Comenzó a alzar las manos a los lados, casi sin darse cuenta, como si fueran alas que esa misma brisa elevara.

De pronto, un sacudón en la tabla provocó un vuelco en su corazón. Perdió el equilibrio y se aferró a los caños de un andamio cercano, al tiempo que soltaba un grito ahogado. Se arrojó a un rincón seguro mientras apretaba una mano contra el martillar en su pecho. Le pareció escuchar risas y aplausos distantes. El volumen de las burlas aumentó al tiempo que su cabeza se aclaraba. Divisó al bufón de la fiesta: era el idiota que había estado jodiéndolo toda la semana, que acababa de sacudir la tabla sobre la que estaba parado.

—¡Eh! ¡Princesa!, ¿A dónde te pensás que estamos, pibe? ¿En el Titanic? —preguntó, con sorna.

Otra ola de risas explotó. Justi apretó los dientes y los puños mientras una llamarada se encendía en su interior. Se abalanzó contra el bufón y le dio un fuerte empujón en el hombro.

—¡Pedazo de pelotudo! ¡¿Qué mierda te pasa?! ¡¿No te das cuenta de que casi me matás?!

El grandulón se dio vuelta y lo aferró de la pechera de su chaleco naranja. Era todavía más joven que él, pero mucho más alto y corpulento, lo sobrepasaba por al menos una cabeza.

—¡A mí no me tocás, pibe! —Lo soltó con tanta brusquedad que Justi tropezó y cayó sentado—. ¿Qué pasa, princesita, te measte del cagazo? —continuó, con una exagerada mueca de aflicción, mientras los otros todavía reían entre dientes—. Dale, no seas tan maricón, que no te hubieras muerto. Acá hacemos las cosas bien, a prueba de boludos, como vos. —Soltó una carcajada—. Solo te hubieras caído a las tarimas de más abajo.

Contempló a Justi por unos segundos, que seguía sentado y agitado.

—Te faltan huevos —concluyó por lo bajo, mientras meneaba la cabeza y sonreía.

Se alejó. Los otros trabajadores también se dispersaron al ver que la pelea no continuaba y ya se ponía aburrido.

Justi lo siguió con la mirada, con el ceño fruncido y los dientes apretados, hasta verlo retomar sus tareas. Intentó tranquilizarse. No quería pelear: el tipo era enorme y hubiera perdido, además de la pelea —y quizás algún diente—, el trabajo. Hacía mucho que no conseguía nada y la oportunidad en la construcción había caído del cielo. De hecho, era bastante tolerable, mientras no tuviera que soportar a semejantes pelmazos. Lo habían contratado hacía una semana y ya le tocaba la primera paga. No tenía nada de experiencia en este tipo de trabajo, aunque tampoco era complicado: la mayoría de las tareas que le tocaban consistían en llevar cargas de acá para allá o subir cosas desde abajo hacia los pisos superiores. No estaba acostumbrado a tanto esfuerzo físico y su cuerpo se estaba empezando a resentir. Pero ya era viernes, gracias a Dios.

Todo fuera por un poco de guita.

Respiró hondo y trató de visualizar el fajo de billetes que le darían. Por fin podría pagar una parte de lo que debía del alquiler de la habitación, lo suficiente como para que el señor Ramírez no lo echara a patadas, tal como le venía prometiendo y parecía deseoso de cumplir. El resto de la deuda se la podría ir pagando de a poco, en los siguientes meses. Si todo seguía bien podría volver a comprar una computadora. Y quizás, con el tiempo y si ahorraba lo suficiente, hasta podría retomar los estudios.

El buen amigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora