6. La verdad de tu corazón

210 64 248
                                    

El parador había resultado ser una bendición: aunque estaba plagado de reglas y horarios, tenía camas, desayuno, cena y duchas, y la directora, una negra enorme llamada Helena, conocía a Alan y se había mostrado muy simpática con Justi. Era un galpón bastante grande lleno de camas dobles tipo literas. No se llenaba mucho, por ser verano, y a veces no se ocupaba ninguna de las camas al rededor de él. Si ignorabas las cucarachas, las manchas de humedad y las discusiones de todas las noches comenzadas linyeras hediondos que no querían bañarse, el lugar era un paraíso.

No entendía por qué había más vagos en la calle que ahí. Era solo para hombres, y algunos sin techo no querrían separarse de sus acompañantes femeninas o de sus chicos o de sus perros, o se pasarían de la edad admisible, pero no eran la gran mayoría que veías por la calle, así que no lo comprendía.

Por las mañanas, después de una ducha helada, salía a hacer su ronda de búsqueda laboral diaria. Había encontrado un lugar bastante agradable que tenía equipos e internet a disposición de los clientes, en el que podía chequear su correo y revisar avisos y ofertas laborales. Desayunaba un pocillo de café, intentando gastar lo menos posible para que la plata le rindiera. En el lugar ya empezaban a resoplar al verlo, sabiendo que se pedía lo más barato, se quedaba unas horas y se iba sin dejar propina.

Después salía a caminar y dejaba su currículum en todos los lugares que tenían un cartel pegado de "se busca", fuera lo que fuera. Viajaba un poco por los barrios vecinos, a veces incluso iba hasta el centro y hacía lo mismo.

Justi había tenido un trabajo bastante estable en un puesto de atención al cliente en un centro de reparación de electrodomésticos, donde se encargaba de recibir pedidos, decir para cuándo estarían listos y escuchar pacientemente las quejas acerca de lo inútiles que habían resultado las reparaciones realizadas. Pero con el puñetazo todavía marcado en su piel, que con el pasar de los días se había tornado negro verdoso, cualquier puesto en el que tuvieran que verle la cara quedaba completamente cancelado.

En los trabajos que no requerían experiencia le decían que buscaban a alguien más joven. Con veintiún putos años y ya parecía haber alcanzado la fecha de vencimiento.

Por la tarde casi siempre se encontraba con Alan en lo de Ceferino, que le cuidaba sus cosas, después iban a comer juntos y charlaban y reían de tonterías, y toda su miseria se hacía un poco más amena. Alan apenas probaba bocado, excepto algunos días en que comía vorazmente. Cuando no comía le llevaba su porción a Ceferino, que lo aceptaba de buen grado, comía y después se chupaba los dedos mugrientos, sin embargo nunca, bajo ningún concepto, aceptaba comida de extraños al pasar, e incluso las tiraba a la basura si insistían en dejarle algo a pesar de sus negativas.

Ceferino era fácil de encontrar, siempre daba vueltas por el barrio arrastrando su chango de supermercado repleto de cartones y bultos varios, pero su lugar predilecto era la plaza.

Alan tenía el culo demasiado inquieto como para seguirle el ritmo, y Justi casi nunca sabía dónde estaba o qué hacía, pero, tarde o temprano, siempre volvía a lo de Ceferino; prácticamente vivían juntos.

Por las noches Justi iba al parador y comía ahí una polenta desabrida y pegajosa, mientras trataba de no hablar con nadie y mantenerse al margen de todo, especialmente de las discusiones, y cambiaba de cama si algunos empezaban a pelear.

Un día, en el comedor, una discusión expansiva en la que más tipos se iban sumando, se convirtió en una gran pelea en la que platos, vasos y sillas salieron volando por los aires. Intentó mantenerse al margen, como siempre, pero una silla que fue a parar en su cabeza no estaba de acuerdo, y lo dejó dolorido por el día entero. Tuvo que venir la policía a calmar el asunto.

El buen amigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora