Dulce.

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- Él - 

   Cierro tras de mí tirando las llaves a la única mesa que encuentro vacía. El tiempo se agota y hay demasiadas distracciones donde antes solía llamarse 'mi hogar'. Los papeles se aglomeran y las cajas me aprisionan. Miro la maleta en la esquina con todo empacado que me inspira tranquilidad. El estertor de mi estómago me advierte de la hora que es. La nevera está vacía, así que pese a mi continua oposición a salir, me dispongo a hacerlo.

   Las calles de aceras concurridas, el ruido del tráfico y las nubes grises me evocan mi desastrado apartamento, camino deambulante sin un destino, movido por la ansiedad que ello me provoca y el hambre. 

   Diviso un local bastante apartado del bullicio, con aspecto disonante y que emite un olor que no puedo eludir. Entro y el aroma a dulces recién horneados inunda el lugar; una luz cálida alumbra las muchas mesas vacías; en una de estas, la más cercana a la puerta, una anciana mujer se dedica a mirar por la ventana mientras bebe de un café ya frío; en otra una madre espera a que su hija deje de llorar ofreciéndole surtidos pasteles. El local tiene cierto halo mágico que me maravilla nada más entrar. Al mirar el mostrador advierto que hay algo allí que me fascina todavía más y que si creyese en el destino, sería lo que sin duda me ha traído hasta aquí. 

   No puedo evitar quedarme de pie, inmóvil, contemplando aquel hermoso rostro que no despega ojo de sus quehaceres, colocando cuidadosamente y por sus suspiros, quizá también con algo de cansancio, los dulces a la vista de todos, sin darse cuenta de que ella es aún más deseable que todos juntos.

  Se ha percatado de mi presencia y ahora me mira con sus enormes ojos color miel -hasta ellos emiten dulzor- y también con cierto aire de sorpresa en su rostro. Está extendiendo un papel en mi dirección. Sin ningún intercambio de palabras y de forma automática lo cojo y busco rápido un rincón para mí. 

  Me siento en una mesa cuya ventana, un poco desencajada, deja pasar un viento que agradezco para bajar mi rubor. No entiendo porqué de repente estoy así. - No tienes quince años hombre- me reprocho con media sonrisa incipiente. Supongo que no esperaba en mi agotada vida, en mi agobiante mundo, encontrar un espacio así y a alguien como ella en él. 

   Miro el papel de entre mis manos, es la carta con los productos -Que otra cosa iba a ser Kangjoon- me digo. Lo ojeo minuciosamente, quizá porque ella se ha esmerado en hacerlo y luego me lo ha brindado, o fuera de delirios, por que llevo mucho tiempo ya en ayunas. Así pues deposito mis juveniles pensamientos a un lado y elijo qué comer.

   Volviendo a levantar la vista a este café, a observar los rostros, mi cabeza comienza a divagar e imaginar qué vidas han de llevar estas personas. Quizá esa anciana venía a este local con su marido que ha fallecido y vuelve día tras día para rememorarlo, o imagina ver por la ventana a sus hijos con sus nietos riendo y corriendo ir a verla después de tantos años de amarga soledad. La mamá que está sola lamenta que unos abusones hayan hecho llorar a su hija y no sabe cómo consolarla, porque quizá ella misma también necesita consuelo y entre dulces y secretos protege a su hija y se protege a sí. Necesito sacar mi libreta. Mi mejor amiga. Después del último bache de mi vida hacía no mucho tiempo, mi inspiración me había abandonado. Hasta hoy, aquí, en este preciso café. 

   Con la cabeza gacha y concentrado aún en mis páginas, una inesperada voz me sobresalta. 

 - ¿Sabe ya lo que quiere? 

   Sus ojos me petrifican como si estuviera bajo un hechizo, cautivo a ellos barajo unas cuantas respuestas a esa pregunta en mi mente... - La de cosas que querría ahora mismo- me digo a mí mismo. Así pues, dueño de mi silencio, me limito a señalar.

 - Enseguida se lo traigo. 

   Me notaba sudorar, una vieja costumbre de morderme las uñas apareció sin previo aviso y mi pulso algo descontrolado amenazaba mi vida. No puedo evitar seguirla con la mirada hasta que la sorprendo girar su rostro hacia mí todavía alejándose. Bajo la cabeza inmediatamente. Tenía una mueca que interpreto como curiosidad. Vuelvo a sonreír; con un poco más de confianza. Me doy un par de golpecitos en las mejillas, inhalo y con mi musa de fondo me dispongo a escribir.

   El reloj avanza y me hallo escribiendo de aquí, de ella, y, sin embargo, no he notado su presencia al traerme el café con el hojaldre. Estoy absorto en las líneas y también feliz. Por fin, después de tanto tiempo... 

   El ruido de las llaves y el olor a productos de limpieza me devuelven a la realidad; es la hora del cierre. No puedo creer cuanto tiempo he estado inmerso en las líneas. Me incorporo, pero no veo sus dorados cabellos; sin embargo, solo con pensar en ellos siento que podría escribir una oda. Rompo un trozo de papel de mi libreta mientras me preparo para irme; unas palabras de agradecimiento y el dinero de la cuenta. Esa será mi firma.

Hora de un caféDonde viven las historias. Descúbrelo ahora