4.1 La enemiga de mi corazón

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—Jom... Jom, despierta —me susurró una grave y profunda voz al oído.

Me quedé impactado, entre medio dormido y medio despierto. Quería abrir los ojos, pero mis párpados estaban tan pesados que me fue imposible hacerlo.

Fue entonces cuando el cansancio y la somnolencia me jugaron una mala pasada de nuevo; escuché una suave risa ligera a mi lado, una risa que sería capaz de reconocer sin necesidad de abrir los ojos siquiera.

—Eres un perezoso —murmuró esa voz con ternura y cariño.

Sentí una caricia inocente, que subió desde mi costado hasta el antebrazo seguido de un nuevo susurro que decía:

—Si no te despiertas, me voy a enfadar...

—¡OHM! —grité abriendo los ojos en la oscuridad.

Me costaba respirar; lo hacía con dificultad y sentía mi corazón latir estrepitosamente con fuerza en mi pecho mientras, en medio de la oscuridad de la noche, intentaba ubicarme.

Sobre mí, en el techo, identifiqué el dosel de madera abierto. Me hizo reflexionar acerca de en qué época me encontraba en ese momento. ¿Sigo en el pasado o he vuelto de nuevo a mi tiempo?

Confuso, me levanté de la cama y miré a mi alrededor. Gracias a la tenue luz que se colaba por la ventana a pesar de lo brumosa que era la noche, pude discernir que estaba a punto de amanecer; y para mi desgracia, también fui consciente de que seguía en la casa del señor Robert.

Pude escuchar los suaves ronquidos que se colaban a través de la pared, provenientes de la habitación de al lado.

La voz que escuché fue solo un sueño.

Me tapé la cara con las manos y me acurruqué antes de taparme con una manta: notaba un frío agobiante en el pecho, pero no me sentía con fuerzas de levantarme y cerrar aquella ventana que llevaba abierta toda la noche. Aquel sueño fue demasiado real. Quería volver a dormir y seguir soñando con él. Aunque la sensación fuese cálida, anhelante pero a su vez, desgarradora, quería volver a oír su voz, sentirlo a mi lado de nuevo.

Su tono provocativo, su familiar forma de hablar, me hacía sentir de nuevo una extraña felicidad que necesitaba, que deseaba pero que a su vez, me causaba un profundo dolor. El sentimiento de necesidad, de poseerlo de nuevo era tan fuerte como el de haberlo perdido.

Pasé los brazos alrededor de mis rodillas y apoyé la mejilla en mi antebrazo, cerrando fuerte los ojos, y fui consciente de que daba igual en qué país o en qué tiempo me encontrara, que compartiéramos mundo o no: su sombra, su recuerdo, me perseguiría y me seguiría doliendo, seguiría haciéndome daño allá donde fuera.

Así me quedé bajo el cobertor hasta que un gallo cantó desde el fondo del jardín, avisando de que el amanecer acababa de llegar.

Me obligué a levantarme cuando noté que Ming, aún somnoliento, empezó a hacer ruido mientras trataba de despertar; mi vida debía continuar en esta época, para bien o para mal, por lo que no quedaba más remedio que seguir adelante.

La felicidad que los lechones me habían dado la noche anterior no fue capaz de contrarrestar la realidad agridulce que aquel sueño me supuso; había erosionado aún más mis fuerzas, lo que supuso que me odiara a mí mismo por permitirme esa debilidad.

Terminé de arreglarme y me senté en el corro que formaban el resto de trabajadores para desayunar. Mi lugar de trabajo, mi destino actual como el de Ouzuya, estaba ahora mismo allí.

Al acabar, preparé un balde de agua para verterlo en el abrevadero de los cerdos. Cerca de mí, había una jarra, y estaba poniendo los plátanos en pedazos sobre el suelo.

El aroma del amor - IFYLITADonde viven las historias. Descúbrelo ahora