CAPÍTULO CUADRAGESIMONOVENO

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Un cántico desgarrador emanó de las profundidades de aquel extraño bosque. Algunos dirían que podría ser la misma Muerte, que cansada de perseguir las almas de tantos y tantos mortales, decidió ponerles fin a todas ellas de una sola vez, entonando una terrorífica y última canción.

Pero nadie supo jamás si aquello podría ser o no cierto. Tan solo, cayeron todos al suelo llevándose las manos a los oídos, sintiendo cómo las entrañas se les retorcían de dolor. Cómo el deseo de morir podía convertirse en la mejor de las soluciones arrastrados por la desesperación. Y así, todos, incluso Tiserisha, se retorcieron agonizantes hasta que aquella endemoniada melodía tuvo la bondad de detenerse.

El capitán, hecho un ovillo y temblando sobre la gravilla, miró a la vampiresa con aquellos ojos de pez. Quiso preguntarle qué diablos había hecho, pero ella también permanecía desplomada sobre la orilla, agonizante.

—¿Qué nos has hecho? —gruñó la voz de Viliber, quien no dudó un instante que todo aquello había sido obra de la chupasangre.

Tiserisha, con las manos en la tripa, abrió los ojos horrorizada y miró a aquellos hombres, todos tirados por los suelos, revolviéndose.

«¿Qué ha sido eso? —pensó—. ¿Quizá el motivo de que este bosque esté abandonado por todo ser viviente?».

Y entonces una saeta se clavó en la tierra, a escasos dos palmos de su cara. Uno de los soldados, aún tembloroso y tirado en la tierra, trató de matar a quien creyó que lo había hecho sufrir de aquella manera que solo la magia negra era capaz de hacer.

—Maldito monstruo... —se escuchó entre la soldadesca.

Las armaduras comenzaron a tintinear y todos se fueron poniendo en pie uno a uno, doloridos, levantando sus espadas, hachas y ballestas. Pero cuando buscaron a la vampiresa, esta ya se había lanzado al agua dispuesta a cruzar al otro extremo.

—¡Que no se escape! —bramó el capitán, que de inmediato se lanzó tras ella.

—Venid a por mí, hijos de puta —gruñó Tish, alcanzando la otra orilla.

«No seguiré huyendo, y mucho menos moriré aquí. Si la muerte es mi destino, no pienso dejarlo en vuestras manos. No después de lo que le habéis hecho a Yakull. Así que ya no tenéis opción, voy a acabar con vuestras miserables vidas aquí y ahora».

Cuando el primero de los soldados llegó a salir del agua, una piedra le alcanzó de lleno en la cara, reventando su cabeza como un melón pisado por una bestia. La sangre salpicó el rostro del capitán y dos de los saqueadores, que con ojos muy abiertos, miraron a la chica armarse con simples piedras.

—¡Matadla! —rugió entonces el enorme capitán.

Los acorazados emergieron de las aguas y Tish comenzó a lanzarles piedras, reventando rodillas, abollando las armaduras. Una flecha la alcanzó en un brazo y gruñó de dolor, solo un segundo. Entonces, el resto de ballesteros levantaron sus armas y algo extraño llamó su atención; tras la chica, entre la espesa foresta, una pequeña silueta surgió y posó su asombrada mirada en todos ellos.

Todos se quedaron petrificados. El extraño tipo debía medir un metro a lo sumo, pero eso no era lo más extravagante en él. Sus piernas, no eran las de un humano cualquiera. Cubiertas de pelo duro, y deformes a ojos de todos, eran las patas de un chivo más que de otra cosa.

—¿Qué hacéis en mi bosque? —dijo asustando a los supersticiosos soldados.

—¡Es el diablo que mora en el bosque! —gritó uno.

Suficiente motivo para que las ballestas gimieran y escupieran sus varas de la muerte.

El pequeño ser, rápido como una liebre, se dio media vuelta y desapareció de nuevo entre la foresta, perseguido por el silbido de la lluvia de saetas.

TISERISHA "Tres siglos de odio"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora