Mil Horas

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"...y vos estás tan fría

como la nieve a tu alrededor.

Y vos estás tan blanca

que ya no sé qué hacer."


Estacionó su 504 en la vereda de enfrente a la casa de ella, apagó el motor y se dispuso a esperar. Sabía que había llegado por lo menos una hora antes de lo planeado, pero la ansiedad le había ganado una vez más. Miró su reloj para definir más precisamente cuánto le quedaba de espera y se sorprendió al darse cuenta de lo mucho que había tardado esta vez en realizar el mismo recorrido. Lo había hecho antes, muchas veces, como ensayando, a veces siguiéndola, a veces solo, a veces en el coche y a veces a pie, pero nunca le había llevado más de 25 minutos. Hoy, en cambio, el mismo trayecto que conocía de memoria se le había tornado extraño e inhóspito, y él estaba notablemente más incómodo que de costumbre.

Había repasado los pasos que iba a seguir esa noche una y otra vez. El nivel de precisión y detalle que había logrado lo hacía sentir extremadamente orgulloso de su capacidad de planificación. No era un hombre ordenado, ni metódico ni nada por el estilo. Pero había algo en este tipo de emprendimientos que sacaba a relucir lo mejor de él. Sonrió ligeramente para sí mismo, extendió los brazos por encima de su cabeza y colocó las manos en la nuca. "Una hora", pensó, "Falta solamente una hora."

Los preparativos no eran complicados. Todo lo que necesitaba estaba en la guantera. De hecho, hacía casi un mes que había colocado ahí todo lo que necesitaba. Y, si bien el resto del coche estaba repleto de latas de cerveza vacías, papeles con anotaciones ininteligibles y envoltorios de golosinas, el contenido de la guantera estaba perfectamente ordenado.

Abrió la tapa y sacó un par de bolsas de nylon. Con cuidado, colocó el pie izquierdo adentro de una de ellas y acomodó los bordes para que la botamanga del pantalón quedara del lado de adentro. Acto seguido, sacó un par de cordones, separó uno, rodeó fuertemente el borde de la bota e hizo un nudo, dos, tres. Repitió el proceso con la bota derecha y apoyó ambos pies encima de la alfombra de goma que cubría el piso del sector del conductor.

Levantó la vista y suspiró con fuerza. Notó una pequeña gota de llovizna estrellándose contra el parabrisas y sonrió aliviado. El servicio meteorológico venía anunciando chaparrones desde hace dos días, y el hecho de que lloviera le simplificaba muchísimo las cosas. Al cabo de cinco o seis gotas, concluyó que la lluvia había llegado para quedarse y que eso no le venía para nada mal.

Un par de guantes de invierno y un fino impermeable negro completaban el contenido de la guantera. Una a una, fue sacando cada prenda y colocándosela lentamente. No había razón para apurarse. Levantó el seguro de la puerta del Peugeot, se acomodó firmemente la capucha del impermeable y bajó del auto.

Jamás había entrado a la casa, pero conocía sus exteriores a la perfección. Se paró frente a la reja negra y se preguntó por última vez si estaba preparado para seguir adelante. Observó atentamente la casa y repasó el plan una vez más. La puerta de entrada daba de lleno a la calle, por lo que esperar ahí no era una opción. Mucho más práctico era, en cambio, atravesar el caminito de losa que unía la reja con el porche, rodear la casa y usar la puerta de la cocina. Ella lo hacía siempre que volvía de compras o, como esta vez, cuando llovía.

Caminó los catorce pasos que separaban la reja de la puerta de entrada y colocó los pies detrás de un cantero, asegurándose de que nadie reparara en las bolsas que cubrían sus botas. No había nadie cerca, pero no quería arriesgarse a que algún vecino curioso saliera justo en ese momento y le preguntara por las bolsas.

"Son zapatos de gamuza, y me salieron carísimos. Cuando llueve, los tapo con estas bolsas para que no se estropeen." Era lo que diría si alguien le preguntara. Era preferible que el vecino pensara que estaba tratando con un loquito inofensivo, a que sospechara de lo que realmente lo había llevado hasta allí.

El caminito de losa que conducía a la puerta de entrada era el mismo que, luego de una bifurcación antes del porche, llevaba a la puerta de la cocina. Él lo siguió con paso tranquilo, sabiendo que faltaban todavía unos minutos para que ella llegara a casa. Como todos los lunes, ella dejaba su casa cerca de las seis de la tarde, iba caminando al club, asistía a su clase de danza y, minutos después de las siete, emprendía el camino de regreso.

Él miró su reloj una vez más, limpió con el borde del guante derecho las gotas de lluvia que se habían amontonado sobre el vidrio y se sentó a esperar en el escalón de la puerta de la cocina. Ella llegaría en cualquier momento.

Unos minutos después de las siete, escuchó el chillido metálico de la reja. Se quitó la capucha y sintió cómo la lluvia comenzaba a mojarle el pelo, no era su intención asustarla. Levantó la cabeza y esperó a que ella se dirigiera hacia el escalón donde él estaba sentado.

Cuando por fin la vio, ella todavía estaba tratando de descifrar cuál de todas sus llaves correspondía a la puerta de la cocina, por lo que tardó un par de segundos en notar que había alguien sentado justo frente a ella. Él la vio detenerse en seco, como si hubiera visto un fantasma. O algo peor.

"¿Qué hacés acá?"

Por un instante, pensó en responderle, en explicarle las razones que lo habían llevado hasta ahí. Sin embargo, cualquier curso de acción que permitiera que ella le hablase podría hacerlo dudar de la certeza de sus motivaciones. No era algo que pudiera permitirse.

Se puso de pie de un salto y en el mismo movimiento, se abalanzó sobre ella. Ambos cayeron simultáneamente sobre el pasto húmedo, ella de espaldas al piso, él con una rodilla a cada lado de sus caderas. Con el guante izquierdo, sofocó el primer grito de auxilio y con el guante derecho rodeó firmemente su garganta y comenzó a hacer presión. Los manotazos desesperados de su presa perdían fuerza uno a uno, pero de todos modos, el forcejeo duraba mucho más de lo que él tenía planeado soportar. Tuvo la certeza de que, justo en esos instantes, ambos compartían simultáneamente la misma inyección de adrenalina. De repente, sintió un crujido y su pulgar derecho se hundió bruscamente en el cuello de ella. Inmediatamente, los forcejeos cesaron y el silencio se adueñó del patio de atrás.

Suavemente, retiró sus manos del cuello de ella y se puso de pie ceremoniosamente. Jamás hubiera pensado que el escenario le causaría semejante sorpresa y repulsión. Sin importar con cuanto detalle hubiera planeado todo, ciertos elementos del resultado final le resultaban francamente desagradables. El cuerpo de ella descansaba mitad sobre el pasto, mitad sobre el caminito de losa, su cuello doblado en un ángulo repugnante. Sus ojos, curiosamente, no habían terminado de cerrarse y las gotas de lluvia continuaban golpeándole los párpados, dándoles un movimiento semejante a un macabro tic nervioso. De la comisura de su boca brotaba un fino hilo de sangre, que se mezclaba con el agua de lluvia y se deslizaba a través del caminito de losa hacia el pasto.

Rocío de OtoñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora