La corona robada

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La perseguía montado sobre mi caballo. Todos mis hombres me seguían. Las ramas de los árboles chocaban con mi cuerpo y el viento me golpeaba la cara, diciéndome que tenía que ir más rápido. Tenía que darme prisa, tenía que llegar hasta ella. Pero ella era mas rapida. Saltaba los troncos y esquivaba las raíces como si en cámara lenta se tratara. Iba por su cuenta, corriendo a pie desnudo. No me sorprendió. La bruja más famosa de todo el reino no necesita caballo.

Su pelo blanco como la nieve se balanceaba de un lado a otro. Su largo vestido estaba manchado de barro. Su pálida piel parecía brillar a la luz del sol poniente. Pronto se haría de noche. Teníamos que cogerla antes. No podíamos permitir que se fuera después de robar algo tan preciado. Por un momento, algo en su mano hizo que un rayo de luz se reflejara y me diera en los ojos, dejándome desconcertado por un segundo. Ahí estaba, la tenía en la mano. La corona de la reina.

Había robado la joya durante el baile de celebración por el nacimiento del príncipe. Ella iba disfrazada, nadie la reconoció, no hasta que la reina se dio cuenta de que su corona había desaparecido de su sitio habitual. Allí fue cuando sus majestades me llamaron a mi, el capitán de la guardia real, para ir tras ella.

Los árboles comenzaron a moverse, sus ramas parecían bailar, solo que estas se abalanzaban contra mis hombres y los atravesaban por el estómago. Muchos de los caballos comenzaron a correr sin un jinete.

Algunos se quedaron atrás, impidiendo que las ramas les matasen; otros huyeron, atemorizados por el poder de la bruja, y a los demás los mataron los crueles árboles. Hasta que solo quedé yo corriendo hacia ella. En uno de los giros, la perdí de vista. Había desaparecido. Obligé a mi caballo a parar, y me quedé en silencio, escuchando. Mirando a todos lados, buscándola. Las ramas estaban tranquilas en el lugar donde me encontraba, ella tenía que estar cerca. Podría matarme en cualquier momento, pero sabía que no lo haría. De repente, saltó de un árbol y se quedó justo delante de mí. Tenía la corona en la mano. Pero no pude moverme. Su belleza parecía de otro mundo. Sus ojos azules parecían brillar más que el sol. Sus pestañas eran tan largas que le rozaban las delgadas cejas. Tenía difuminadas pecas sobre las mejillas. Sus labios secos pero rojizos destacaban. Y una pequeña cicatriz bajo el ojo derecho hizo que, por un momento, quisiera saber más sobre ella. Pero no podía pensar eso, la joven era una bruja ahora, un ser malvado que podía matar con tal de conseguir lo que quiere. Cuando intenté bajarme del animal, me di cuenta de que literalmente no podía moverme. Por más que lo intentara, mis extremidades no se movían. Ella me miraba fijamente. Me estaba controlando. Se acercó a mi caballo y le acarició el morro con tranquilidad.

-Dime William -dijo sin mirarme y sin dejar de acariciar al caballo-, ¿me has echado de menos?

-Tienes que devolver la corona, Diane -dije adolorido por el poder que la bruja ejercía en mí.

Ella me miró y sonrió.

-Oh vamos, es muy bonita -aclaró poniéndose la corona en la cabeza como una niña pequeña -. ¿No crees?

-No puedes hacer eso.

-¿Por que no?

-Es la corona de la reina.

-Lo se -añadió ella haciendo una gran sonrisa-. Por eso me la pongo.

Me toco la cabeza con los fríos dedos y me hizo ver lo que pasaba en el castillo real mientras yo estaba allí.

Sangre, fuego, gritos. La reina y el rey en el suelo sin vida. El pequeño príncipe llorando desconsolado.

Mientras la guardia perseguía a la bruja que se había llevado la corona, el propio ejército enemigo se había encargado de matarlos a todos. Era una trampa, y habíamos caído como ratones en un trozo de queso. No había nada que hacer. Nosotros habíamos perdido. Y la bruja que estaba frente a mi, la bruja que alguna vez fue mi mejor amiga, ella había ganado.

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