Anoche volví a soñar contigo.
Estábamos en nuestro café favorito, ese donde las luces colgantes siempre parecen bailar con el viento.
Yo te miraba.
Reías por algo que ya no recuerdo. Pero recuerdo tu risa, y eso es lo importante. Recuerdo cómo el sonido llenaba el espacio entre nosotros, cómo la calidez de tu sonrisa se sentía tan real que, por un momento, pensé que podía tocarla.
Pero entonces desperté.
Y el frío de la verdad me atravesó como una ráfaga helada.
Sí. Lloré.
Me quedé en la cama, envuelto en mis sábanas, tratando de aferrarme a los restos del sueño, como si pudiera convencerme de que todavía estaba ahí. Cerré los ojos y esperé. No sé qué esperaba exactamente. Solo quería que la sensación de vacío desapareciera.
Me volví a dormir y no desperté hasta que mi madre tocó la puerta.
—Es domingo —dijo, como si eso lo explicara todo.
Y lo hacía.
Era nuestro único día juntos, casi como un ritual sagrado.
Me senté en el borde de la cama, mirando el suelo, como si ahí pudiera encontrar respuestas que nunca llegaban. Mis manos se cerraban y abrían sobre las sábanas, inquietas, sin saber qué hacer consigo mismas. Afuera, el sol seguía su curso, iluminando el mundo como si nada estuviera mal. Pero dentro de mi habitación, todo se sentía en sombras.
Por un momento, pensé en no bajar. En hundirme bajo las cobijas y dejar que el día pasara sin mí.
Es probable que esto te alarme. Estoy siendo muy negativo, lo sé. Pero no quiero disfrazar lo que siento. No contigo. Porque si lo hago, no tendré a nadie con quien pueda ser realmente honesto.
Así que bajé.
Mi madre estaba en la cocina, sirviendo café en su taza favorita. Esa que tiene una grieta que nunca ha querido cambiar.
El aroma llenaba la habitación, trayendo consigo un extraño consuelo. Lo suficiente como para abrirme un poco el apetito.
Ella me miraba de reojo, removiendo su taza en silencio, como si estuviera esperando el momento adecuado para decir algo. Algo que, al final, nunca diría.
—¿Estás bien? —preguntó, en un susurro.
No me miraba directamente. Era como si la respuesta le diera miedo.
—Claro —mentí. Mi voz se rompió un poco al final.
Tomé una taza, me serví café. Agarré un cuchillo que estaba sobre la mesa y empecé a girarlo entre mis dedos, sintiendo el metal frío contra mi piel. Entonces noté que mi mano temblaba. Lo dejé a un lado de inmediato.
Ella no insistió.
No me creyó, pero tampoco preguntó más.
Solo asintió, más para sí misma que para mí. Como si estuviera cansada de intentar entenderme.
El silencio entre nosotros se alargó, pesado, como una presencia en la habitación.
Por un instante, pensé en decirle algo.
"Estoy mal."
"No sé qué me pasa."
"Ya no quiero sentirme así."Pero las palabras se quedaron atascadas en mi garganta.
Entonces, la puerta se abrió y mi padre y mi hermano entraron, rompiendo la burbuja de incomodidad.
Mi hermano se sentó de inmediato, hablando sobre algo que había visto en Internet. Mi padre suspiró antes de acomodarse en su silla.

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Cartas para nadie
RomanceHay cosas que nunca se dicen, se guardan en el corazón, propician nuestros insomnios, traen recuerdos del pasado, nos hacen revivir sentimientos olvidados y nos llevan a tomar malas decisiones.