El dolor llegó como una ola que se estrellaba contra mi cuerpo, pero lo que más me sorprendió fue el silencio que lo siguió. Un silencio extraño, como si el mundo hubiera decidido detenerse por un momento. No escuchaba el tráfico, ni el viento, ni siquiera los gritos lejanos de mi hermano. Solo mi respiración, rápida y entrecortada, y el tamborileo sordo de mi corazón.
Abrí los ojos y vi el cielo. Era gris, sin matices. Solo gris. Por un instante, pensé que quizás estaba soñando, pero el ardor en mi costado y el frío del pavimento bajo mi cuerpo me trajeron de vuelta. No podía moverme mucho; cada intento encendía un dolor agudo que recorría mi costado como fuego.
—¡Benjamín! —La voz de mi hermano irrumpió en mi conciencia, desesperada y quebrada, como si no fuera capaz de procesar lo que acababa de suceder. Lo vi acercarse corriendo, con los ojos abiertos de par en par y el rostro pálido.
—Estoy bien... —murmuré, aunque no estaba seguro de que fuera cierto.
—No, no lo estás. Quédate quieto. -Se arrodilló a mi lado, su voz temblando. Podía sentir su miedo como una corriente eléctrica entre nosotros.
Cerré los ojos un momento. Quería hablarle, tranquilizarlo, pero las palabras se me escapaban. En su lugar, mi mente empezó a divagar.
Cuando volví a abrir los ojos, había más personas alrededor. El conductor del carro estaba hablando por teléfono, probablemente llamando a una ambulancia. Mi hermano no se movía de mi lado, su mano firme sobre mi hombro, como si temiera que me fuera a desvanecer si me soltaba.
El frío del pavimento empezó a colarse más profundamente, y la sensación de irrealidad volvió. Todo parecía tan distante, como si estuviera viendo una película desde fuera. Mi cuerpo estaba ahí, en el suelo, pero mi mente estaba en otro lugar.
Quería llorar, pero no lo hice. Solo dejé que el momento pasara, con el viento acariciando mi rostro y el sonido distante de una sirena que se acercaba cada vez más.
La sirena se hizo más fuerte, hasta que finalmente se detuvo a pocos metros de mí. Sentí un ligero temblor en el suelo cuando las puertas de la ambulancia se abrieron y los pasos apresurados de los paramédicos llenaron el aire. Mi hermano seguía a mi lado.
—Va a estar bien, ¿verdad? —preguntó él, con una voz que trataba de sonar segura pero que se quebraba en las últimas palabras.
Me hicieron preguntas que respondí casi en automático: mi nombre, si recordaba lo que había pasado, dónde me dolía. Cada palabra salía con esfuerzo, como si tuviera que arrastrarlas desde el fondo de mi garganta.
—Tienes suerte, chico. Parece que no hay fracturas graves —dijo uno de ellos mientras ajustaba un collarín en mi cuello.
Suerte. Esa palabra resonó en mi mente mientras me levantaban con cuidado y me colocaban en una camilla. Suerte sería estar en casa, sin este peso constante en el pecho, sin este nudo en el estómago que parecía apretar más con cada día que pasaba.
Mientras me subían a la ambulancia, vi a mi hermano discutir con uno de los paramédicos. Quería venir conmigo. Lo dejaron subir, y cuando se sentó junto a mí, no dijo nada. Solo se quedó ahí, mirándome como si estuviera tratando de asegurarse de que realmente estaba vivo.
El viaje al hospital fue breve, pero se sintió eterno. Cerré los ojos, tratando de bloquear todo, pero en la oscuridad aparecieron los recuerdos: Emily, riendo bajo la lluvia; mis hermanos, riendo y peleando; y yo, siempre corriendo, siempre tratando de escapar.
Cuando llegamos al hospital, me llevaron a una sala de emergencias. Las luces eran demasiado brillantes, los sonidos demasiado fuertes. Mi hermano tuvo que quedarse fuera mientras me examinaban.

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Cartas para nadie
RomanceHay cosas que nunca se dicen, se guardan en el corazón, propician nuestros insomnios, traen recuerdos del pasado, nos hacen revivir sentimientos olvidados y nos llevan a tomar malas decisiones.