El sueño empezó de forma extraña, como suelen hacerlo las pesadillas. Estaba en mi bicicleta, pedaleando a través de una calle que parecía al mismo tiempo familiar y completamente desconocida. Las casas a los lados eran sombras difusas, y el cielo estaba teñido de un naranja profundo, como si el sol estuviera a punto de apagarse para siempre.
A lo lejos, podía escuchar risas. Risas que reconocía. Mi hermano menor, Samuel. Giré la cabeza hacia atrás y lo vi, más pequeño de lo que lo recordaba, con su cabello despeinado.
—¡Espera, Ben! —gritó, y su voz resonó como un eco interminable.
Quise detenerme, pero mis pies seguían pedaleando, como si estuvieran fuera de mi control. La bicicleta se movía más rápido, y la distancia entre nosotros crecía. Samuel seguía corriendo detrás de mí, pero sus risas se habían convertido en un grito ahogado, uno que me taladraba el pecho.
Entonces, de repente, todo cambió. Ya no estábamos en la calle. Ahora estábamos en una habitación envuelta en humo. El calor era sofocante, y el rugido de las llamas era ensordecedor.
—¡Ben! —gritó Samuel desde algún lugar a mi izquierda, pero cuando intenté girarme hacia él, mis piernas no se movieron. Estaba atrapado, como si el suelo me hubiera devorado.
El fuego creció a mi alrededor, las llamas lamiendo mis manos y mi rostro, pero lo único que podía pensar era en Samuel, en su voz llamándome con desesperación.
—¡Ben! —gritó una última vez, antes de que el rugido del fuego lo silenciara todo.
Me desperté de golpe, con el pecho subiendo y bajando como si acabara de correr una maratón. La habitación del hospital estaba oscura, salvo por el tenue brillo de la luz del pasillo que se filtraba por la puerta entreabierta.
Me pasé las manos por la cara, sintiendo cómo el sudor frío se mezclaba con el temblor que no podía controlar. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que soñé con eso, pero esta vez se sentía más real que nunca.
—¿Estás bien? —preguntó una voz desde el otro lado de la habitación. Andrés estaba sentado en su cama, con la pelota antiestrés en la mano, observándome con una mezcla de curiosidad y preocupación.
—Sí... solo un mal sueño —murmuré, aunque sabía que era más que eso.
Él no insistió, pero tampoco apartó la mirada. Después de un momento, lanzó la pelota al aire y la atrapó, como si fuera un gesto automático para llenar el silencio.
—Los sueños pueden ser traicioneros, ¿no? Te hacen revivir cosas que preferirías olvidar —dijo, como si hablara más consigo mismo que conmigo.
No respondí. Me levanté de la cama, con cuidado, y me acerqué a la ventana.
Tenía el sueño en mi garganta. Me molestaba. Quería no pensar en eso. No quería llorar. Caminé hasta el dispensador de agua y Andrés me observaba con cierta curiosidad. De reojo vi el reloj que estaba en la pared encima de su cabeza, y por un instante me sentí mal por despertarlo.
Bebí agua. Estaba sediento. Le ofrecí un vaso tratando de ser amable. Y me senté en mi cama.
—¿Qué tal el tobillo? —le pregunté finalmente, rompiendo la quietud.
—No duele —respondió con demasiada rapidez. Intentó moverlo un poco, pero su rostro se torció en una mueca de dolor evidente.
No pude evitar reírme.
—¿Seguro? Porque esa cara dice otra cosa.
—Completamente seguro —dijo, fingiendo firmeza, aunque ambos sabíamos que no era verdad. Después de un segundo, desvió la conversación. —¿Y tú? ¿Estás bien?
Podría haber mentido, decir que sí y dejarlo pasar. Pero tomé aire y solté la verdad, cruda y directa:
—Me siento como una mierda.
Hablamos durante lo que parecieron horas, aunque podría haber sido menos. Perdí la noción del tiempo entre sus historias y las pocas que me atreví a contar. Hablamos de mí, de él, y de cosas que no tenían demasiada importancia, pero que llenaban el espacio de una manera extrañamente reconfortante. En algún punto, las palabras comenzaron a desdibujarse, el cansancio me venció, y sin darme cuenta, me quedé dormido.
Cuando abrí los ojos, la habitación estaba vacía. El sol se filtraba por las cortinas y bañaba todo con una luz cálida, pero a mí me pareció fría. Se había marchado. Busqué algún rastro suyo y entonces lo vi: su número, garabateado torpemente en la venda de mi brazo. Sonreí sin querer. Era un gesto pequeño, pero me hizo sentir menos solo.
Poco después, la puerta se abrió y mi familia entró. Mi madre me abrazó como si no quisiera soltarme nunca, mi padre me dio una palmada en la espalda, y mi hermano se acercó con una sonrisa nerviosa, como si no supiera exactamente qué decir.
—¿Listo para salir de aquí? —preguntó mi madre, su voz cargada de alivio.
Asentí, aunque en realidad no lo estaba. Algo en ese hospital, en esa habitación, se había quedado conmigo. Pero me levanté con su ayuda, apoyándome en mi hermano cuando lo necesitaba, y comencé a caminar hacia la salida.
El pasillo del hospital parecía interminable, lleno de luces fluorescentes y pasos apresurados. Cada paso que daba parecía un poco más real que el anterior, como si estuviera volviendo a la vida poco a poco.
El camino a casa fue silencioso. Miraba por la ventana, viendo cómo los edificios y árboles pasaban como un borrón. Sentía que mi mente estaba en otro lugar.
Mientras me recostaba en mi cama, miré nuevamente el número en mi brazo. Agarré mi celular y lo guardé en mis contactos. Me quedé dormido después de eso, y no desperté hasta que mi hermano golpeó mi puerta avisándome que era hora de comer.
Cenamos juntos, y por un momento todo pareció normal, como si nada hubiera cambiado. Incluso terminamos riéndonos un poco al recordar mi accidente.
Por si te lo preguntas, la caída no fue tan grave como podría haber sido. No hubo huesos rotos, aunque el impacto dejó su huella. El lado derecho de mi cuerpo está lleno de raspones y moretones, y tengo el brazo vendado por una lesión menor. Me dejaron en el hospital principalmente por precaución, ya que también me golpeé la cabeza.
Mientras escuchaba las voces de mi familia a mi alrededor, sentí una mezcla extraña de alivio y cansancio. Estaba agradecido de estar bien, pero al mismo tiempo, algo dentro de mí seguía inquieto. Honestamente quise no pensarlo.
Pero en cuanto volví a mi habitación, el sueño volvió. Tenía esas imágenes en mi cabeza. Quise detenerlas, pero no pude.

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Cartas para nadie
RomanceHay cosas que nunca se dicen, se guardan en el corazón, propician nuestros insomnios, traen recuerdos del pasado, nos hacen revivir sentimientos olvidados y nos llevan a tomar malas decisiones.