AZUL

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—¡Joder...! —El segundo aviso del despertador no había servido en absoluto si pretendía con eso desperezarme con un mayor ánimo.

La adaptación a aquel nuevo modo de vida fue mucho más sencilla desde que Mark, mi jefe, decidió que sería buena idea concederme el beneficio de establecer el turno de trabajo bajo mi propio criterio. Pensé, según avanzaban las semanas, que se trataba, en realidad, de un arma de doble filo. No podía permitirme elegir no dormir, cuando en mis manos estaba la decisión de poder hacerlo. Aunque, por otro lado, era algo que no había sentado nada bien al resto de compañeros, que veían, día tras día, cómo era el último en llegar el que, sin embargo, obtuvo ese enorme privilegio. Mi relación con Mark se había consolidado, con el paso del tiempo, como el hijo que decía que le hubiera gustado tener. No necesité en ningún momento obtener mucha más información acerca de la vida de mi jefe para ser consciente de la falta que tanto le hacía, al igual que a mí en muchas ocasiones, la familia.

Cada rato libre era un suspiro diferente. Estar rodeado de un intenso verde, en ocasiones, me brindaba la oportunidad de poder llegar incluso a poder apreciarlo. El hotel se encontraba situado, como he comentado en alguna ocasión, en el pueblo más cercano a la costa oeste del Reino Unido. Y, por lo tanto, el más alejado de la ciudad de Cardiff. Todo lo que tenía a su alrededor estaba creado por la madre naturaleza. Ni un resquicio de artificialidad, y mucho menos la idea de poder crearla. Me hacía inmensamente feliz pensar que había logrado cruzar la delgada línea que separaba observarlo de poder disfrutarlo de tan cerca. En Málaga crecí, con suerte, cerca de lo que tanto admiraba. Y en Reino Unido aprendí a crecer rodeado de motivos por los que sentirme admirado. Eran formas diferentes de sentir de cerca lo que verdaderamente significaba estar teniendo suerte.

Qué bonita la forma en la que se unen el cielo y el mar sin dejar un resquicio de duda. Es el éxito cuando aún no se ha alcanzado. Siempre creí que estaba en quienes veían el final incluso antes de haber comenzado. Pero con el tiempo entendí que aquel final era el objetivo de los que no creían poder seguir avanzando y que la vida nunca acaba a menos que seas tú el que decida renegar de ese nuevo comienzo. Que tus metas no se basen nunca en la suerte del de al lado. Párate a pensar lo mucho que consiguen aquellos que no se detienen. Que, si el mundo fuera tal y como lo pintan, qué poquita razón tienen. El éxito está, simplemente, en ojos de quien nunca piensa haber triunfado.

Me entristecía pensar que en algún rincón del planeta el mundo se acabaría. Por eso nunca quise terminar de creérmelo del todo. ¿A qué aspiramos si en algún punto no podremos seguir avanzando? El regalo no fue, ni de lejos, mostrarme un mundo de ensueño donde todo lo que quería podría fácilmente llegar a hacerse realidad. El regalo había sido colocarme en la posición del que cree como cierto todo aquello que el resto sueña como algo difícilmente alcanzable. Sin duda estaba ante una de las experiencias más enriquecedoras de mi vida y no tenía pensamiento alguno de tener que desaprovecharla. Por eso cada día intentaba dar de mí la parte proporcional a lo que alguien, desde algún otro lugar, me estaba regalando.

A menudo, cuando salía de trabajar, me cambiaba de ropa y ponía de nuevo los pies en la calle. Cruzar la verja, saltar las piedras, correr, mirar al cielo, sentir la brisa, ahondar las manos en el denso volumen de mi pelo, cerrar los ojos, creer que todo aquello existía de verdad, que estaba ocurriendo, sentirme libre. Un poquito más, y ya estaba allí. He de decir que vivía en el pueblo más alejado de la estación de tren más próxima, y uno de los únicos que conseguía situarte a escasos metros del mar. Podía incluso ver la playa en la distancia. Solía caminar al borde de los monumentales acantilados y sentía que allí, en aquel preciso momento y no muy lejos de algún punto en el que hubiera cometido el grave error de llegar a sentirme débil, era yo el que mandaba. La vida estaba intentando decirme algo e, incluso siendo consciente de ello, en alguna ocasión llegué a hacerme el loco. Sentía que hacía mucho tiempo que no quería huir. Tampoco lo necesitaba. Nadie trataba de decirme qué era lo más adecuado ni tampoco lo que más me convenía. El silencio era mío y ningún pensamiento conseguiría quitarme de la cabeza la idea de que lo que había conseguido no había sido más que la mera respuesta a todo aquello que durante años me habían estado haciendo creer que no podría llegar a alcanzar. Era feliz y, además, tenía con quien compartirlo. Eran momentos en los que me acordaba de Varo y de toda su historia. Ser conocedor de lo que le había estado aconteciendo en los últimos años me había dado fuerzas para tratar de darle, junto a él, la vuelta a la tortilla; de hacerle un poquito más feliz.

¡TOC! ¡TOC!

El sonido de la puerta consiguió arrebatar de forma brusca todos aquellos pensamientos que en ese momento rondaban por mi cabeza.

Mark hacía tiempo que había dejado de sacudir la puerta de mi habitación para hacerme conocedor de la enorme suerte que había tenido al conocerme. No era algo habitual desde que aquello había dejado de suceder. No solían llamar a la puerta muy a menudo. Tan solo el perfil de alguien cercano se posicionaba en mi mente como buen candidato para estar en ese momento detrás de la puerta, y fue el ansia por descubrirlo finalmente lo que terminó por confirmar mis sospechas.

—¡Ey, Varo! ¿Cómo estás? —Mi energía pareció hacerle, de algún modo, sentir pequeño.

Su semblante no era del todo como me tenía acostumbrado. Mostraba preocupación. Quizá más de lo habitual. Sus problemas eran, al final, algo que yo ya conocía. Fue precisamente lo que me hizo dudar acerca de las razones que en ese momento le hacían no estar del todo como me hubiera gustado.

—Mal —apoyó su codo derecho en el marco de la puerta en señal de reposo—. Pensé que a lo mejor te había sentado mal que no te hubiera contado antes lo de mi hermana Ana. Tampoco quise darle mucha importancia. De todas formas, te pido disculpas.

—No te preocupes, de verdad. —Mi mirada trataba de reiterar lo que mis palabras segundos antes expresaban—. Las cosas de familia quedan en familia. Fue error mío pensar que un simple encontronazo me da derecho a tener acceso a todo aquello que te pertenece. No te preocupes. —Mi brazo rozó en ese momento el suyo—. Tan solo quiero que sepas que de aquí en adelante puedes confiar en mí para lo que necesites. Y en ningún momento lo dudes, por favor.

Dudó. Permaneció en silencio más del tiempo estrictamente necesario. El tiempo suficiente como para hacer que yo también lo hiciera, que yo también dudara.

—Esto... Quería hacerte una pregunta. —Sus ojos volvían a ser, en ese preciso momento, toda la verdad que el primer día me regalaba de golpe—. ¿Te apetece si vamos justo detrás del hotel, que hay unas hamacas, y vemos las estrellas?

UN VIAJE PARA SIEMPREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora