SEPTIEMBRE

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Ya habían pasado varias semanas desde que logré superar sin los míos la barrera de los diecinueve. Mis compañeros habían conseguido que, en parte, disfrutara de los pocos que en aquel lugar me conocían. Decían que al final era la única forma de no arrepentirme de todo aquello que pudiera hacer sin antes pensarlo dos veces. Para nuestra sorpresa, una chica nueva había aterrizado en las instalaciones del hotel procedente de las islas Canarias. Por las raíces que les unían, fue Ari la encargada de mostrarle cada esquina del hotel y explicarle fundamentalmente en qué se basarían sus actividades los primeros días de trabajo.

No había reparado en que el hotel en apenas dos meses estaría cerrando sus puertas hasta que vi aparecer a la chica nueva por la puerta de cocinas acompañada de Ari. Desconocía los motivos que la habían llevado a parar tan lejos de casa, pero podía entender a la perfección que en un mal momento cualquiera de los que estábamos allí hubiéramos seguido su ejemplo.

En general, todos los españoles que allí nos encontrábamos éramos partidarios de recibir gente nueva. Coincidíamos en que era una buena forma de nunca caer rendidos ante cualquier atisbo de monotonía. Mi sorpresa fue no ver que Yeray, una de las personas más risueñas y encantadoras que había conocido en muchos años, no había ni siquiera hecho el amago de recibir y cobijar a nuestra nueva compañera Dana. Tal fue mi desconcierto que en un arrebato de curiosidad decidí personarme en su habitación y ser yo mismo quien se lo preguntara, aunque en el camino fui interrumpido por Varo, que, una vez más y continuando con la tradición que juntos habíamos comenzado, me propuso acudir al lugar donde aprendimos a ser medio felices con muy poco, The Bishops.

—Y así te puedes recuperar y beberte toda esa cerveza que te echaron por encima el otro día —bromeó mientras continuaba su marcha dirección a su habitación.

—Auguro que el que no se va a recuperar eres tú del guantazo, ¡capullo!
—le dije con un tono amenazante a la vez que lanzaba una contagiosa carcajada.

En la taberna coincidimos con varias chicas locales que aseguraban haberme conocido en aquella traumática y esperpéntica fiesta, que, desde luego, necesitaba superar cuanto antes si no quería que cada tema de conversación relacionado con aquella noche me hiciera sentir casi miserable.

Zoe y Cara eran dos chicas galesas que formaban parte de la pequeña comunidad de vecinos que poblaban la aldea de St. Davids. En un acto de valentía y sin que nadie pudiera llegar a impedirlo, una de ellas tuvo la maravillosa idea de proponer divertirnos con un juego llamado «decir verdades». En él, siendo tú el único dueño de tu destino, debías elegir entre ser sincero o beber tantos tragos de puro alcohol como letras tuviera tu nombre. De aquella forma, y siendo consciente de la poca necesidad que tenía de acabar postrado en la cama de un hospital, decidí que ser sincero sería probablemente la opción más sana y menos buena.

—Me siento atraído por alguien de esta mesa. —Zoe dio comienzo a un juego que Varo pareció haber pillado con ganas, ya que fue el primero en beber. No me sorprendió saber que alguien de allí pudiera atraerle, aunque sí haberme tenido que enterar mediante un juego.

—Yo nunca he besado a nadie de esta mesa en una fiesta. —De nuevo Varo, junto a Zoe y Cara, admitieron haberlo hecho en alguna ocasión. Sentía que en algún punto de esa conversación había sido desplazado. Desconocía gran parte de las insinuaciones que todos ponían sobre la mesa. Aun así, decidí continuar con el juego y tratar de no aguar la fiesta a mi amigo y compañero de trabajo.

—Yo nunca he descubierto mi verdadera orientación sexual estando lejos de casa. —Zoe y Cara parecían haber indagado en todos y cada uno de los secretos de los allí presentes.

En aquella ocasión no fue la valentía de Varo la que me hizo abrir en demasía los ojos en señal de asombro, sino que fue otra persona la que, acercándose con sigilo cada vez más a la mesa y pareciendo haber estado al tanto de todo lo que sucedía desde la distancia, afirmó haber pasado por algo similar desde que llegó a aquel lugar.

Una vez más su presencia había parecido crear en mí una extraña sensación de amparo. Y es que nunca era capaz de recordar que aquel era realmente el lugar donde podía encontrarle siempre y cuando sintiera la necesidad de pasar un rato a solas con él. Héctor se había acercado a la mesa con el único objetivo de hacernos saber que de algún modo estaba presente en aquella ceremonia, aunque finalmente, y aparentemente casi sin querer hacerlo, acabara haciéndonos partícipes de lo que probablemente fuera uno de sus mayores secretos.

Tras varias confesiones y un par de chupitos más, decidí acompañar a Varo en la rotunda decisión de abandonar la taberna. Ambos teníamos que madrugar al día siguiente para acudir al trabajo y lo más conveniente era que regresáramos a casa cuanto antes, si no queríamos arrepentirnos demasiado tarde.

—¿Por qué nunca me lo has contado? —Sentí que de camino a casa era el momento idóneo para asegurar que entre ambos no existía el más absoluto secreto. No me preocupaba exactamente ser desconocedor de toda aquella información confidencial que no quisiera compartir. Pero sí que llegué a obsesionarme con la idea de que pudiera sentir que no contaba con el apoyo suficiente.

Tampoco estaba en la tesitura de poder echarle nada en cara, en el caso de que finalmente decidiera no compartir cualquier pensamiento conmigo. Yo, de algún modo, sentía haber hecho algo similar al no compartir con él cada uno de los pasos que hacían que mi relación con Héctor pudiera seguir avanzando al ritmo al que lo hacía.

—¿El qué? —No pareció estar del todo metido en nuestra conversación.

—Que sentías atracción por alguien de la mesa. —Aun siendo consciente de mis limitaciones como compañero de trabajo, no pude evitar de ningún modo, aun pudiendo arrepentirme más tarde, ahondar en temas personales.

La dura y mustia conversación que había mantenido con su hermana días antes me hizo pensar de forma errónea que tenía el derecho a tratar a Varo como si fuera mi hermano pequeño. Quería protegerlo, aunque quizá primero tendría que aprender la forma correcta de hacerlo. Tanto Varo como Ana me habían mostrado el camino de la gloria y no tenía idea alguna sobre cómo poder agradecer todo lo que había hecho por mí. Sin embargo, gracias al tiempo aprendí que no todo aquel que te da te está pidiendo algo a cambio. Debía dejar de exigir a Varo algo que no me debía. Su vida había corrido el suficiente riesgo como para saber afrontar cualquier tipo de amenaza.

—Ah, eso... Fue el año pasado. Tuve una historia con Zoe, nada del otro mundo —dijo quitando hierro al asunto.

—Lo siento. Tienes razón cuando a veces me dices que tengo que empezar a dar menos importancia a algunas cosas. Solo quiero que estés bien, ¿vale?

Aunque el rostro de Varo seguía reflejando gestos de preocupación o inactividad, decidí dejar a un lado ese tema. Caía una y otra vez en el error de convertir algo tan común como el posible efecto del cansancio en un motivo más por el que tener que preocuparme.

—Seguro que estás bien entonces, ¿verdad? —Quise asegurarme de que todo iba sobre ruedas. Aunque me lo repitiera hasta la saciedad, seguía sintiendo a cada segundo la necesidad de tener que verle sonreír. Aunque a veces costara hacerlo.

—¡Sí, Sergito! No te preocupes —dijo con los ojos vidriosos.

—Cualquier cosa, recuerda que vivo en la habitación de al lado. Nunca molestas.

—Te quiero. —Fue la primera vez que había dejado salir casi por inercia esa palabra de sus labios. El espejo del alma, de forma incandescente, me dijo en aquella milésima de segundo todo lo que el miedo no le había permitido en varios meses. La sensibilidad de quien sufre cuando apenas te ve sonreír. Quédate ahí. Justo ahí. Al lado de quien te salva la vida aun poniendo en peligro la suya.

Yo también te quiero, Varo. Y, sea donde sea que estés leyendo esto, espero que no lo dejes en una simple ojeada. Recuerdo al mínimo detalle cómo conseguías erizarme la piel con tan solo decirme lo mucho que aprendías del reflejo de mis ojos. Solías decir que hablaban incluso más alto que el grito de un cantante de rock. Y que decían exactamente lo mismo que un poeta con el bolígrafo en la mano. Alma y mucho corazón. Estoy convencido de que de algún modo todo lo vivido supuso un antes y un después en la vida de ambos. Y es a lo único a lo que he temido enfrentarme desde que todo aquello terminó. Tras comprobar que ningún después fue excusa suficiente para mantenernos, de algún modo, unidos para siempre, aún conservo la esperanza de que las cosas, en algún momento, vuelvan a ser como antes. Aunque solo duren un rato.

UN VIAJE PARA SIEMPREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora