ÉL

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Se acercaba de nuevo la Navidad. Me hacía especialmente feliz no tener que pensar que podría ser la última. Estaba contento. Muy contento, de hecho. La Navidad es la época donde normalmente decides obviar el resto del año. Es, irónicamente, el comienzo de todo. El principio de una nueva historia. El preámbulo. Los ojos cerrados con grata fuerza. Las manos rozando el frío. El miedo siendo, una vez más, algo inexistente. El país de las probabilidades. Las escasas coincidencias. La Navidad es Navidad en cada rincón del universo. No creo que exista un lugar en el planeta donde las personas que lo habitan no conozcan la Navidad. Su música. Sus luces. El color rojo. La Navidad es la única cosa intangible que, de algún modo, consigue hacernos a todos sentir de la misma forma. La Navidad es algo positivo. Susceptible de ser grabada. Un deseo a tiempo. Una estantería llena de libros, todos juntos. Los títulos se anillan los unos a los otros. Crean una historia, probablemente similar a la tuya. Tiene el final que esperabas, y el comienzo que habías imaginado.

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Víctor: ¿Vendrás este año a Coín? 🤔

Yo: ¡Nos vemos en Coín este año!

Víctor era Víctor desde que sus padres habían decidido que quererse era lo correcto. Víctor era Víctor desde que luchó por afianzar la idea de que viviría siempre con la esperanza de poder llegar a serlo algún día. Víctor era Víctor desde que, en la eterna batalla de la inconsciencia, decidieron finalmente darle una tregua. Víctor era. Había decidido ser. Y, a partir de ahí, seguiría siendo.

Echaba de menos, en muchas ocasiones, sonreír como Víctor lo hacía. Y sin motivos siquiera para tener que hacerlo. Porque no tenía motivos. Quizá cogía los motivos de los demás y los hacía muy suyos. Lícito. Pero, aun así, seguía sin tenerlos. Aunque eso le daba particularmente igual. Sobre todo, cuando supo entender que la felicidad era, a veces, formar parte de la del resto. Entonces decidió decírmelo. Que era necesario, al menos, sonreír tres veces al día. Aunque les jodiera. Y aunque aquello te quitara tiempo. «No sé luchar de otra forma», me dijo. Aún recordaba cuando hablé de él delante de Varo. Fue un viaje. Fue como presentarle a Víctor. Como si se hubieran conocido. A Varo le brillaban los ojos en cada curva del relato. Con cada detalle se acercaba un poco más a él. Sus ojos regaban de brillo cada palabra que decía. Fue eso. Como un viaje. El traslado del aeropuerto al hotel. El primer almuerzo fuera de casa. En tu ciudad favorita. La primera foto. Y tú en ella. Posando junto a ese monumento del que tanto antes habías hablado.

Víctor y yo crecimos, paralelamente, de una forma muy distinta. Él tuvo la mala fortuna de hacerlo en el cuerpo equivocado. Es la forma que a veces tiene la vida de decírtelo. Que eres el elegido. Que debes ser tú. Aunque cueste comprenderlo. ¿Por qué así? ¿Por qué no utilizaría otro método? La vida, por desgracia, no tiene la capacidad de oírte hablar. La vida se limita a repartir. Ni siquiera plantea. Simplemente dicta. Víctor ha crecido asumiendo lo que, en un principio, no entendía. Era como copiar a bolígrafo lo que la profesora, a gran velocidad, decía en voz alta. Sin el poder de la costumbre. Era casi como superar el test de Cooper un lunes por la mañana. Resolver la primera ecuación de tercer grado. Aprender la tabla periódica. O no faltar a la clase de plástica un viernes a última hora. Difícil. Había sido difícil. Víctor había crecido, también, viendo sonrisas en rostros ajenos. Asimilando no poder hacer lo mismo. Víctor creció haciendo suyo el dolor del resto. Creció apartando plantas enormes para poder ver mejor el camino. Saltando muros demasiado altos, sin realmente saber que rodeándolos llegaría exactamente al mismo lugar. Víctor creció siendo pequeño. Y es precisamente lo que le hizo no tener miedo a las alturas.

Con apenas quince años, aún tenía un aspecto que no deseaba. No encajaba en absoluto con la manera de vivir que veía en sus compañeros. Estaba siendo un proceso bastante más duro de lo que cualquier persona podría imaginar. Si al nacer te avisaran de ello, quizá más de uno se lo hubiera pensado dos veces. Es la paciencia a veces de quien no la sabe encontrar. Es correr detrás de algo que lo hace mucho más rápido que tú. Es una idea, a veces, casi inalcanzable. Es poder hacerlo. Quererlo también, aunque a veces no solo baste con eso. Es también muy bonito ver el trasfondo de las personas que luchan por conseguirlo justo en el momento en el que piensan que pueden hacerlo. Víctor era la persona que te hacía creer que se podía ser feliz mientras uno se desintoxica. Mientras está siendo rescatado. Mientras pide ayuda y la consigue. Víctor era la mayor parte del tiempo, la luz que ves al final del túnel cuando crees que nunca llegas. Víctor era un bote salvavidas en medio del océano. Una bocanada de aire cuando crees que ya no queda oxígeno en las plantas. Un abrazo antes de desaparecer. «En la peor de las veces —decía— es inevitable despertar con la amarga sensación de ver cómo los sueños, un día más, no se habían cumplido. La única solución para poder vivir bien es quizá probar suerte y volver a nacer de nuevo», afirmaba. Es increíble cómo a veces los sueños se agarran a la piel de quien mejor los persigue. Su familia. Nosotros, cuando él no podía. Cuando apenas tenía fuerzas, solíamos vestir el chaleco salvavidas. Nos disfrazábamos de algo muy pudiente. Algo creíble, también. De algo que sonaba a verdad. Que transmitía alguna especie de logro. Que auguraba todo lo positivo que se puede tener, cuando se piensa no tener nada. Veíamos en él la figura que él soñaba y decía no poder alcanzar. Era el héroe de una historia que aún, posiblemente, no había comenzado, pero ya estaba en posición de serlo. Veíamos balas. Mucha sangre. Dolor. Y a Víctor. Libre. Allí encima de todos sus miedos.

No somos conscientes de lo que tenemos hasta que crecemos. Y crecer no es precisamente poder asumir que lo has perdido. Es más alcanzar, cuando sea, desde el punto en el que estés —ahora, después, incluso mañana, u hoy mismo— todo lo que antes pensabas que no podías. Eso es crecer.

Víctor es una enorme cantidad de números enteros y naturales que todos juntos suman quince. Es el número quince escrito con letra de adulto. Son quince años sin dejarse pisar. Quince años pisando aún más fuerte. Víctor es, en cambio, el chico de quince años que, cuando la medicina parecía hacernos cambiar de opinión, cuando todo lo bueno parecía perder peso, afirmaba ser la sombra de un gran velocista.

—Cuanto más lejos la meta, más espacio para demostrar que he nacido para esto —proclamó delante de todos.

Teníamos, a pesar de todo, varias cosas en común. Era mi primo, lo cual nos unía por medio de la abuela. La abuela era el caparazón de una tortuga. La mochila de un estudiante de tercero de la ESO. La resistencia de un buzo. Un colorido y sobrecogedor arrecife. Y una ola sorteando a un surfista. Si en algún momento tenías la suerte de mirarle directamente a los ojos, serías incluso capaz de ver el mar del que te hablo. Cuenta su historia como si quisiera volver a repetirla. Es de acero inoxidable. Casi irrompible. En el laberinto que forma cada pliegue de su piel cuando sonríe, verás también parte de las historias que aún guarda consigo. Es el espejo de una heroína minutos antes de coronarse vencedora. El timón de un transatlántico.

Víctor y yo coincidíamos en la mayor parte de las reuniones familiares. Era una suerte poder tenerle cerca. Siempre lo había pensado, aun siendo poco consciente de lo que dentro de él acontecía. Expresaba en papel y lápiz lo que muchos otros hacen cantando, hablando o bailando. Era un discurso del que nunca dudarías. La veracidad en cada trazo. La armonía en cada sombra. Tenía arte en la palma de su mano derecha. Sus manos sorteaban la herramienta de trabajo como si lo hubiera estado haciendo durante toda la vida. Cada boceto era la representación gráfica de lo que unos ojos, a simple vista, no pueden ver. Era un niño de apenas quince años narrando la historia desde los ojos de su padre. A veces parecía que agarraba con fuerza el corazón de quien le dio la vida y lo estrujaba con las dos manos encima del papel. Sus dibujos eran un cuento. La sublevación de un pueblo entero a favor del talento. La Orquesta Filarmónica de Viena diciéndotelo al oído. Era un susurro de grafito y arcilla mezclados a una temperatura alta. Eran la expansión del universo a mano alzada. La recreación de la raza humana en una fina lámina de papel. Un atardecer en San Diego. Algo cálido, lineal, expresivo.

Víctor siempre se ha posicionado en la lista como una de mis personas favoritas. Como si a un niño le das a elegir entre almorzar verduras o patatas fritas. Yo tampoco tuve dudas. Siempre me ha encantado él porque, a veces, al abrazarle, sentía que de algún modo podía llegar a tenerlo todo controlado. Víctor es parte de un todo que él mismo ha creado. Es la piedra angular del Arco del Triunfo. Es parte de la magia que desprenden las luces cuando muestran la realidad camuflada. La que solo puede verse cuando realmente quieres hacerlo. Es también magia. Y la potestad de un mago para no querer hacerla. Es el dueño de su equilibrio. Siempre que cae, lo hace en parte para ayudarte a subir con él.

Si no recuerdo mal, una vez me dijo: «Dejaré de aprender cuando no pueda enseñarte nada más». Y desde ese momento me convertí en su alumno favorito.

UN VIAJE PARA SIEMPREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora