XIII

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Le gustaba sentir miedo.

A Morgan le gustaba sentir miedo siempre que podía. Para ella era un leve hormigueo que subía desde la punta de los dedos del pie hasta la coronilla, algo normal, pero éste siempre venía acompañado por una leve punzada en la nuca (otras veces en la columna) que provocaba cierto escalofrío contradictoriamente reconfortante.

Había aprendido del miedo muchos años atrás cuando no encontraba a su hermano ni primos al jugar en el bosque, también de la vez que un rostro alargado y demoníaco le había mostrado los dientes a través del ventanal de la estancia, resultó que una yegua desnutrida se había escapado del establo de un vecino y terminado en su patio, en penumbra y a la anaranjada llama de las velas Yova la yegua semejaba a la perfección un alma en pena, muy frecuentes por esos sitios. Luego de cierto trato dicha yegua pasaría a ser <<Mantequilla>>...

... Eso sí, conoció el miedo plenamente en compañía de Edgar, primero con sus besos y luego con la golpiza que éste recibió de su padre al encontrarles ocultos en el armario. Media vida de estar escondiendo sus deseos para escrutar un poco y encontrarles inamovibles en su pecho al igual que el antojo de proximidad del ahora hombre.

Tenerlo cerca no era bueno.

El miedo antes reconfortante se volvía, a partir del roce de sus manos en el comedor, en una hedionda prueba de que el tiempo—aun con sus pausas—les había hecho cambiar. Sus voces, el largo del cabello de ella, el vello en los brazos de él, los pensamientos de ella, los deseos de él. Vi y toqué cada uno de ellos con la vaga intención de estudiarlos; pero uno terminó por estallar entre mis dedos, entrando luego por mi nariz, haciéndome amar como sólo ellos sabían: Con miradas y a escondidas.

Los recuerdos en esa casa son tan fuertes que muchas veces se les ha visto pasar frente a las ventanas, subir escaleras y esconderse en los armarios y cajones. Fragmentos de instante, presos de ansiedades, alejados de futuros posibles.

Cada cuando me detuve a analizarlos. Los pensamientos de Morgan Ross eran una ruina: Los llamados <<imposibles>> desfilaban ante sus ojos al ver a Edgar, eran esas pequeñas dosis de amargura que día con día utilizaba para justificar sus acciones, todo para alejarse momentáneamente de un miedo al que no estaba acostumbrada y momentos después ir tras él. No podía permitírselo tan fácilmente. En cambio, al ver a Edgar podía verlo todo, todo lo que alguna vez negó: Sueños rotos, amores absurdos, vidas y esperanzas vacías de justificación o mejora. No creía que sus acciones fuesen condenables, las de ella menos aún; pero tampoco podía pensar en éstas como virtuosas a cabalidad. No lo eran. No por su raíz compartida, sino por el significado oculto que ellos mismos le habían atribuido. Si para llevar a cabo su amor había que ocultarse pues algo malo tenía. Si se escondían por algo era.

Jugar con algo tan abstracto como lo correcto no es el fuerte de los humanos, de una tesis lógica son capaces de desambiguar tantos conceptos connotativos que los resultados filosóficos son cuando mucho risibles, la moral varía tan decadentemente de puerta a puerta que antes de percatarse acaban por atribuir justificaciones y corrientes de pensamiento a raciocinios superfluos derivados, en su mayoría, de una queja ociosa.

Si Morgan hubiera sabido que todas sus cavilaciones eran vanas, que en su destino no estaba una vida con Edgar quizá se habría dedicado a complacerse con esos perecederos momentos de mutualidad que el hombre le ofrecía con mirada suplicante, en lugar sentir esos fuertes dolores de cabeza que la atormentaban como consecuencia directa de sentirse feliz, apenada, molesta, indignada y codiciosa del cuerpo ajeno, todo derivado de un mismo momento pero sentenciado desde distintos juicios.

Luego vendría el juicio...

... Si la costumbre, en lugar de un apretón de manos, fuese saludar con un puñetazo en el ojo todos en la casa serían considerados unos viles gañanes por sus rostros libres de hematomas. En casos como ése Morgan se hubiese sentido orgullosa de que su familia no apoyase tal convenio social, pero por desgracia lo que Edgar y ella hacían a escondidas no era golpearse. Lo que otros pensaban de los Ross les tenía sin cuidado, para ellos la voz populi no dolía; pero la familia sí. Temían perderse los unos a otros. El pequeño mundo construido por el abuelo Kindra gozaba de un gobierno propio, con leyes y costumbres adecuadas al mismo. Un mundo de paredes de madera donde un amor de esa clase nunca podría prosperar.

Ese Día, Como Todos los Días.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora