La vida en la ciudad era distinta. Ruido, caos, una mar de personas. Mentiría si dijera que me acostumbre, porque no. Aún tropiezo con un par de personas por la calle, me da pánico cruzar la calle sola, aún extraño la tranquilidad de escuchar solo los insectos y algún perro ladrando.
El cambio fue brusco, violento. Vivía en un pueblo donde cada habitante se conocía, donde había muy pocos coches y muchas bicicletas, donde en las tardes veía a las vecinas sacar una silla para murmurar y que les pegara el fresco, todo un contraste con la colosal Madrid.
Jamás entendí el cambio repentino de mis padres por irnos de ahí. Toda nuestra vida estaba en ese pequeño pueblo catalán. Ahí estaba mi tío Jorge; el que me enseñó a tocar el piano, mi madrina Consuelo; a la que veía cada sábado en las barbacoas familiares, me contaba porque su ex marido era la persona más gilipollas de España y me advertía sobre las desilusiones del matrimonio.
No sé en que momento mis padres idearon esto. Solo vi las cajas en la puerta y dieciocho años de mi vida en el maletero del coche.
No sabía si este cambio era para bien o para mal. Solo era diferente. Llevaba un año viviendo en Madrid. Había hecho amigos, o bueno, no han llegado a ocupar toda la extensión de la palabra. Salimos de cañas, a veces salimos al cine, pero no más que eso. La única a la que consideraba amiga de verdad, era a María, la rubia que te decía verdades como puños, era divertida, relajada y una rebelde con causa, se metió en mi corazón sin hacer mucho esfuerzo.
Madrid es bonito, no lo puedo negar. Por sus calles camina la inspiración, hay mil historias en cada esquina. No dejo de caminar pensando en lo maravilloso que se vería la combinación de edificios en mi lienzo.
Hoy estaba sentada frente a la fuente del Ángel caído. Observaba a los niños en patines pasar a toda hostia, a unos cuantos adolescentes en skateboard, algunos corredores y señoras cotillas caminando. Era raro que yo estuviera sola, mis padres eran del tipo sobre protectores, y muy disciplinarios. Antes de dejarme salir con María, tuvo que venir a cenar a casa acompañada de sus padres, por suerte Paco y mi padre se llevaron muy bien. Ahora uso la excusa de ir a comer con María para tener un momento para mí al aire libre, por supuesto Mari estaba enterada y me cubría.
Desde que salí de casa tengo una sensación rara en el cuerpo. Tal vez sean nervios tontos por la exposición del lunes. Llegando a casa tomaría un tila y a dormir.
En uno de mis vistazos rápidos logré ver a un tipo mirándome. Estaba justo al otro extremo de la fuente, mirándome fijamente. Llevaba una especie de tatuaje en el cuello, un símbolo que no había visto antes, vestía jeans, una cami blanca y zapatillas blancas, vamos, fashion icon el chaval.
Deje de prestarle atención, pero cada vez se acercaba más, no podría hacer nada ¿No? Había muchas personas aquí.
Vi como otro sujeto con el mismo tattoo se acercaba a él, estaban hablando y cuando terminaron ambos me miraron de nuevo. ¡Que miedo tío! Los dos empezaron a caminar hacia mí, uno venía con varias rocas en la mano, jugando con ellas y podría jurar que las vi levitar sobre su mano. Ambos estaban a dos metros de mí. Me levanté y empecé a caminar alrededor de la Rosaleda mientras empezaba a escribirle a María para que viniera por mí. No fui capaz de mandar el mensaje cuando alguien me sujetó la mano y empezáramos a caminar hombro con hombro.
—Ay, perdón por la tardanza. Ya sabes que mi mamá se pone pesada antes de que salga —Gritó una voz femenina.
Escuche su voz con potencia, probablemente para que los chicos supieran que no estaba sola. Solo pude fijarme en los dibujos adornando el brazo de una chica alta.
—Espera —dije cuando esta empezó a tratar de llevarme a otro lugar de la mano.
—No te preocupes —me dijo—. Puedes confiar en mí.
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Strega
Teen FictionLa vida de Amaia, hasta hace poco, era normal. Su experiencia más intensa fue mudarse a Madrid. Martina le abre la puerta a un nuevo mundo, al que estuvo atada todo este tiempo, sin darse cuenta. Un mundo donde la magia existe. Los Stregas han vivid...