capítulo 4

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Al principio, cuatro meses le habían parecido a Fluke una interminable cantidad de tiempo, suficiente para que Ohm tomara conciencia de que se pertenecían el uno al otro, para siempre. Pero luego los cuatro meses se fueron acortando en tres, en dos,
en uno y, de pronto, solo quedaban un par de semanas para que expirara su permiso de trabajo. Una noche, después de hacer nuevamente el amor, Ohm se sentó en la cama y le confesó, sin aliento:
-Oh, cariño. Te voy a echar mucho de menos cuando me vaya.
Fluke no necesitó más para que todo su mundo se resquebrajara y derrumbara en mil pedazos. Ohm no pensaba llevarlo con él a Estados Unidos. Acababa de decírselo
implícitamente. Con mucho tacto, sutilmente, pero de manera inequívoca.
El sonido de su propia voz lo sorprendió. No le parecía la voz de alguien que estuviera conteniéndose para no ponerse a gritar.
-No queda mucho tiempo para eso, ¿eh?
-Solo dos semanas. Hemos pasado muy buenos momentos juntos, ¿verdad? -Ohm rodó a un lado y se volvió para mirarlo.
-Maravillosos, pero... -hizo acopio de todo el coraje de que fue capaz-...
¿necesariamente tienen que terminar?
La habitación estaba en penumbra, pero había luz suficiente para que Fluke pudiera advertir la súbita tensión que se reflejó en su rostro, así que se apresuró a añadir:
-Me refiero a que... podrías conseguir una prórroga.
-Ah, eso. No, mi tiempo se ha acabado y el departamento de Inmigración no me lo ampliará. Ya solicité la prórroga y no me la concedieron.
Así que quería quedarse con él, reflexionó Fluke. Todavía disponía de tiempo para que le pidiera que lo acompañase. Pero el tiempo fue transcurriendo inadvertidamente y, de pronto, llegó el día fatídico. Su avión despegaba a mediodía.
Fueron al aeropuerto y se sentaron a tomar un café mientras esperaban. Fluke sentía un intenso dolor en el centro del pecho, como una pesada piedra; no supo muy bien cómo logró hacerlo, pero al final lo soportó y siguió sonriendo. Ohm se iba y parecía estar contento. Con el corazón intacto, ya estaba pensando en su futuro en California.
Lo acompañó hasta la entrada y, en el último minuto, Ohm le dio un fuerte y emotivo abrazo.
-Nunca te olvidaré, Fluke
-Sí, sí que lo harás. Una belleza se sentará seguramente a tu lado. A la primera mirada que le eches, yo desapareceré de tu recuerdo.
«¡Niégalo! ¡Por favor, niégalo!», le suplicaba en silencio.
-¡Sinvergüenza! -exclamó él, frunciendo el ceño-. Es eso lo que piensas de mí, ¿verdad? -de repente, resonó en los altavoces la última llamada para su vuelo y él se apresuró a exclamar-: ¡Ya es la hora! Adiós, cariño. Que seas feliz.
Un último beso y, al instante siguiente, ya se había marchado. Fluke no dejó de contemplarlo hasta que desapareció y, aunque él se volvió para saludarlo por última vez, era plenamente consciente de que ya la había borrado de su vida.
Se obligó a abandonar rápidamente el aeropuerto. Ohm no volvería. Fluke lo sabía. Y tenía que aferrarse a su orgullo. Sentado en el metro durante el trayecto de regreso a casa, intentó animarse. Siempre había sabido que aquello sucedería: Ohm jamás le
había ocultado la fecha de su partida, como tampoco el hecho de que el no podía esperar ocupar un lugar permanente en su vida. Ambos eran gente moderna y liberada, capaces de disfrutar a fondo de una breve aventura y continuar luego con sus vidas respectivas.
Se quedó agradablemente sorprendido al ver lo bien que había aceptado la situación.
No dejó de sonreír cuando entró en la pensión y mantuvo una pequeña charla con Ma antes de subir a su habitación. Ahora tenía esa habitación para el solo. Solo.
La palabra resonó como el tañido de una campana, tomándolo desprevenido justo cuando pensaba que lo estaba sobrellevando todo perfectamente. No le dio tiempo
más que a cerrar la puerta con llave antes de caer al suelo, sollozando. Ohm se había ido y jamás volvería a verlo.
Durante la semana siguiente vivió como un zombi. No tenía apetito y a punto estuvo de caer enfermo de tantas horas extras como hizo en el trabajo, intentando olvidarse de todo, sin apenas probar bocado. Así que el primer síntoma de embarazo pasó desprevenido. Para cuando se vio obligado a reconocer la verdad ya estaba embarazado de dos meses, y tan cansado y desnutrido que había empezado a perder peso. Una tarde se desmayó en la cocina de Ma. Sarah, una de las estudiantes de Medicina, lo sostuvo mientras se caía. Después de eso, ya no hubo duda alguna.
Tenía el número de teléfono de los padres de Ohm. Tres veces hizo el intento de llamarlo por teléfono, y tres veces colgó cuando ya lo había marcado. No quería arriesgarse a que otra persona contestara la llamada y tener que explicarle que había
conocido a Ohm en Inglaterra y que deseaba hablar con él. Podía imaginarse las elocuentes miradas que intercambiaría su familia: «¡Otra de las fugaces aventuras de Ohm! ¡Otro chico engañado! ¡Pobrecito!». ¿Y si levantaba él mismo el auricular? ¿Y si no se acordaba de el? ¿Y si se había olvidado incluso de su nombre?
Finalmente le escribió y rompió tres cartas antes de alcanzar el tono que quería exactamente: alegre y despreocupado, nada inquisitivo, sin pedir ni esperar noticias suyas. Simplemente comunicándole la noticia de su embarazo «porque pensé que te gustaría saberlo». Le envió la misiva y, a partir de entonces, dio comienzo una semana de agonía, dos, tres. Oh, Dios, ¿acaso se atrevería a no responder?
Probablemente se sentiría autorizado a hacerlo. Nada de lazos ni compromisos, ese había sido el trato. Pero Fluke sabía que si Ohm, que para el lo significaba todo en el mundo, podía desentenderse de su existencia con tanta tranquilidad, el corazón
acabaría por rompérsele.
Al cabo de un mes, Ohm lo llamó por teléfono, desbordante de disculpas. Había estado ausente de la casa de sus padres y la correspondencia se le había acumulado.
Su tono era amable, preocupado, pero no amoroso.
-¿Cómo te sientes? -le preguntó - . ¿Con mareos? Pobrecito.
- Ohm -intentó disimular su emoción-, no me he sentido mejor en toda mi vida.
No es para tanto.
-¿Entonces... quieres tener el bebé?
-Por supuesto. Estoy deseándolo.
-¿Y estás satisfecho... tal como estás? ¿No sientes la necesidad de tener algo tan aburrido y anticuado... como un marido?
-¡Ohm, por favor! ¿En estos tiempos que corren?
-Bueno, alguna gente todavía quiere esas cosas. En cualquier caso, ya sabes que yo estoy disponible... si lo deseas.
Allí estaba. A su manera, vacilante e indirecta, le había pedido que se casara con él.
La tentación de aceptar aquella solicitud resultó casi insoportable. ¿Por qué no? Otros hombres habían comenzado a partir de aquel punto y habían sido muy felices en el
matrimonio. Fluke aspiró profundamente. Pero antes de que pudiera pronunciar
las palabras, Ohm añadió:
-Por supuesto, suceda lo que suceda, los mantendré económicamente a ti y al bebé.
Y entonces, aquel momento trascendental desapareció de pronto. Ohm se había apresurado a adelantarle implícitamente la respuesta que había estado esperando.
Era un chico con buena conciencia. Pero la conciencia no bastaba.
-Qué dulce y tierno eres, querido, de verdad -exclamó Fluke, riendo-. Pero hoy día la gente no está obligada a casarse. ¿Acaso soy un ser tan débil que no puedo criar un niño sin ti?
-Solo pensé que quizá podría tener algo de participación en eso, señor Moderno y Liberado.
-Y usted Señor Serio y Formal -se burló Fluke -. ¿No querrás convertirte en un tipo como Frank, verdad?
-¡Vaya idea!
Hablaron durante un rato más y él le prometió enviarle algún dinero pronto. Riendo, Fluke, le deseó todo lo mejor y se despidió. Sabía que había hecho bien, que había proyectado la imagen de alguien decidido, despreocupado, dispuesto a enfrentarse sin vacilar a lo que le había deparado la suerte.
Tras colgar, se quedó mirando el teléfono. Luego se encerró en su habitación y sollozó y sollozó hasta que no le quedaron ya lágrimas.
Cuando los residentes de la pensión se enteraron de la noticia, se apresuraron a poner manos a la obra. Todos y cada uno de los estudiantes de Medicina contemplaron el embarazo de Fluke como suyo, o como si recayera bajo su directa
responsabilidad. Fluke dejó de trabajar en el Ritz y pasó a ser eln cocinero permanente de Ma.
El nacimiento de Ingfah fue un verdadero acontecimiento. Entre la gente que conocía a Fluke se cruzaban apuestas acerca de cuál de los jóvenes residentes era el padre. No era ninguno de ellos. El padre de Ingfah no apareció, pero se dio a conocer mediante un ramo de rosas enviado en su nombre con una cariñosa felicitación, además de un cheque con una nota que decía: Para que le compres a la niña algo de mi parte.
Poco después de aquello, Fluke pasó a ejercer la administración de la casa de huéspedes en sustitución de Ma. Aquel era el trabajo perfecto para el, ya que le permitía estar todo el tiempo con Ingfah. Se le garantizó por ello una habitación, manutención y un salario decente que podía complementar con los cheques que
recibía de Los Ángeles.
Ohm podría ser una persona irresponsable en muchos aspectos, pero jamás dejó de enviarle dinero. Cuando el estado de sus finanzas mejoraba, lo mismo ocurría con el
de las de Fluke. Con los años su cuenta bancaria fue engordando, reportándole altos intereses. Para cuando Ma decidió jubilarse, Fluke ya tenía suficiente para pagar una
entrada por la casa y fue capaz de conseguir una hipoteca y comprarla. Ohm se apresuró a enviarle un cheque extra por valor de diez mil dólares para que pudiera redecorar la vieja pensión.
El negocio prosperó. Fluke podía considerarse un empresario de éxito. Los clientes afluían sin cesar, atraídos por su buena reputación y por las excelencias de su cocina.
Algunas veces se acordaba de su sueño: ser el mejor cocinero del mundo. Pero aquel sueño parecía alejarse cada día un poco más. Como el propio Ohm.
Habían transcurrido casi siete años desde la última vez que lo vio: casi siete años durante los cuales Ohm se había convertido en un famoso cocinero. Ya no era el jovencito que
tan bien recordaba. Era un hombre adulto, pero su rostro seguía reflejando aquel malicioso humor y su atractivo no había hecho más que incrementarse. La visión de la fotografía que le envió seguía haciéndolo sonreír.
El dolor había desaparecido, habiéndole dejado solamente dulces recuerdos y a la querida y encantadora Ingfah. En conjunto llevaba una vida razonablemente feliz, hasta que un día Earth, que acababa de licenciarse en Medicina, le comentó: «Flukie, para un chico de tu edad, veo que te fatigas demasiado pronto». Y de repente recordó
aquella vez en que, siendo niño, le había preguntado a su madre:
-Mamá, ¿por qué siempre te fatigas tanto?
-No es nada, cariño.
Pero tres meses más tarde había muerto.
-No es nada, Earth.
-¿Cuándo fue la última vez que fuiste al médico? -insistió Earth -. ¿Qué es lo que te dijo?
-Bueno, la verdad es que no...
- ¡Pues entonces, hazlo!
Y lo hizo. Y lo que le dijo el médico fue suficiente para impulsarlo a tomar un avión a Los Ángeles... y reunir a su hija con su padre mientras todavía disponía de tiempo.
Media hora después volvieron a la casa de Ohm con su equipaje. Fluke se concentró en la tarea de deshacer las maletas, «ayudado » por Ingfah, que no dejaba de dar saltos a su alrededor hasta que Fluke logró librarse sutilmente de ella.
-Anda a ver a papá -la animó.
No dejó de sonreír hasta que Ingfah hubo desaparecido, y entonces se dejó caer en la cama, agotado. Detrás de su expresión risueña había estado desesperado por enviar lejos a la niña antes de que su jadeo de cansancio resultara demasiado evidente. Ingfah
solo sabía que de vez en cuando su papi se sentía algo mal. Ignoraba por completo la gravedad de su estado y Fluke quería conservarlo en secreto hasta el final de aquel viaje. Mareado, se agarró con fuerza al cabecero de bronce de la cama.
-Todavía no -rezó, desesperado-. Una semana. Dame solamente una semana.
«Piensa en otra cosa. Concéntrate hasta que pase. Mira a tu alrededor. Mira lo acogedora que es esta habitación, con su suelo de tarima y su cama de bronce... No, no mires la cama. Te hará pensar en lo mucho que ansias tumbarte. Así es. Ya te estás sintiendo mejor».
Fuera, desde la terraza, podía oír a Ingfah llamarlo:
-¡ Papi, mira! Estamos al lado del mar, en la costa.
Hasta aquel momento Ingfah había estado demasiado preocupada conociendo por fin a su padre para prestar atención al magnífico paisaje que la rodeaba. Ohm salió también a la terraza.
-¡Costa! -exclamó con fingida indignación-. ¡Pero si casi estamos en el agua!
Fluke salió para reunirse con ellos y Ohm lo saludó con una sonrisa.
-Esta sí que es una playa de verdad, y no las de Inglaterra -dijo la niña,
alborozada-. Sin piedras, solo kilómetros y kilómetros de arena. ¿No podemos bajar a verla ahora?
-Ahora no -se apresuró a decirle Fluke. Podía sentir cómo las fuerzas lo
abandonaban por momentos.
-Oh, por favor, papi...
- Ingfah, tu padre está cansado del largo viaje en avión. Es un hombre mayor y necesita descansar -añadió Ohm bromeando, y sonrió a Fluke -. Anda, vete a reposar un poco mientras Ingfah y yo bajamos a la playa.
No había nada que deseara más. Volvió a su habitación e hizo un último y reconcentrado esfuerzo por terminar de deshacer las maletas, pero de pronto se vio inundado por otra oleada de cansancio y se derrumbó agradecido en la cama.
Fue consciente de que Ohm entró sigilosamente en el dormitorio para correr las cortinas. Luego se acercó a la cama y el sonido de sus pasos se detuvo durante un rato, como si se hubiera detenido a contemplarlo, hasta que finalmente se marchó.
Nada más oír la puerta cerrarse a su espalda, se sumió en un apacible sueño, intentando no prestar atención a los pensamientos que continuamente lo acosaban.
«¿Qué harás cuando no puedas servirte del cansancio del viaje como excusa? Eres un chico joven y te mueves como un anciano, siempre jadeando, siempre buscando un pretexto para tumbarte... ¿Qué pasará cuando llegue el dolor? Ingfah va a
necesitar mucho a su padre... Dios mío, no permitas que sospechen nada antes de que esté listo para decírselo...».
Ohm no apreciaba nada tanto como una excusa para bajar a la playa. Ingfah y él se ausentaron de casa durante unas tres horas y, para cuando regresaron, padre e hija
parecían entusiasmados el uno con la otra. Mientras se acercaban a la puerta trasera, Ohm se estaba riendo a carcajadas de algún comentario de la niña, pero esta se apresuró a chistarle, poniéndose un dedo sobre los labios con gesto teatral.
-No despiertes a papi.
-¿Crees que todavía seguirá dormido?
- Papi se cansa un montón. Siempre está durmiendo siestas por el día. Los
residentes dan tanto trabajo en la pensión...
-Pues no va a trabajar ni un solo segundo mientras esté aquí. Lo mimaremos. ¿Por qué no subes y te das una ducha mientras yo preparo algo de comer?
Ingfah entró en el dormitorio, pero Ohm la vio salir unos segundos después, cargada con ropa limpia y sin retirarse el dedo de los labios.
-¿Aún sigue dormido? -le preguntó, y recibió por respuesta un enérgico
asentimiento de cabeza.
Ohm se asomó a la habitación. Fluke estaba tumbado boca abajo, exactamente en la misma posición en que se hallaba cuando él había salido hacía tres horas. Durmiendo como un lirón. Lo cual era extraño, ya que esa no era su costumbre.
Cuando dormía, Fluke era un manojo de nervios. Se movía constantemente, dando vueltas y más vueltas en la cama. Ohm recordaba que, en cierta ocasión, al despertarse y verlo en el suelo, Fluke le había preguntado:
- Ohm, ¿qué estás haciendo ahí, tirado en el suelo?
-He pasado aquí toda la noche. El suelo resultaba mucho más cómodo que seguir acostado en la cama contigo.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que dormir contigo es como dormir con un torbellino. Me golpeaste en un ojo una vez, y luego tu rodilla fue a estrellarse en la parte de mi cuerpo que ya te puedes imaginar.
-Oh, querido, lo siento tanto...
-No lo sientas. Simplemente procura no darme ese tipo de rodillazos... -recordaba Ohm que le había dicho, bromeando.
Vestida con unos vaqueros y una camisa nueva, Ingfah entró en la cocina cuando Ohm acababa de preparar la comida.
-¡A comer! -exclamó mientras se dirigía a la barra de la cocina con el plato.
Pero Ingfah no parecía oírlo. Estaba mirando la fotografía en la que aparecía con su padre y que ocupaba un lugar de honor en la cocina. Ohm bajó lentamente el plato.
Había visto la sonrisa de felicidad que iluminaba su rostro y sabía que debería hacer gala de mucho tacto durante los minutos siguientes.
-¿En qué estás pensando? -le preguntó con tono suave.
-Esta foto... ¿ha estado aquí todo el tiempo?
Por un enloquecido instante Ohm acarició la fantasía de responderle que sí, que aquel retrato siempre había gozado de la admiración de cuantos habían visitado su casa. Siempre le había resultado muy fácil decirle a la gente lo que deseaba oír. Hasta que cierto joven, de intachable sinceridad, logró convertirlo a él también en una persona sincera... al menos por un tiempo. Y no porque le hubiera dicho nada: para ello había bastado la expresión de sus ojos castaños, que lo miraban como esperando siempre lo mejor de él. Los mismos ojos que, en otra cara, lo estaban mirando en aquel preciso instante con idéntica confianza.
-No -reconoció-. Papi y tú siempre han sido mi secreto mejor guardado.
- Papi me dijo... - Ingfah se interrumpió de repente, como si no supiera cómo continuar.
-¿Qué es lo que te dijo?
-Que sabía que tú nos querías, pero que...
-¿Sí?
-Pero que tenías otra vida, y que nosotros no formábamos parte de ella.
Por un momento Ohm no supo qué decir.
-Dijo también que ahora conocías a muchas otras personas, y que quizá esas personas no supieran quiénes éramos nosotros y que...
-Eran demasiado preciosos para compartiros con nadie -explicó Ohm, pensando en algo rápidamente-. Los guardaba para mí solo.
Ingfah sonrió, aparentemente satisfecha. No sabía que acababa de hacer algo que ninguna otra persona había conseguido: que Ohm se sintiera completa y absolutamente avergonzado de sí mismo. Se recuperó, pero no sin hacer un gran
esfuerzo.
-¿Por qué no nos comemos esto antes de que se enfríe? -le propuso, sirviéndole un vaso de zumo de naranja-. Prepararé otro plato para papá cuando se despierte.
-¿Por qué tienes un ordenador en la cocina, papi?
-Porque aquí es donde paso más tiempo. Este es el centro de mi vida.
De repente, Fluke asomó la cabeza por la puerta. Llevaba uno de los albornoces blancos de Ohm encima de su camisón. Evidentemente acababa de levantarse de la cama, pero le brillaban los ojos y tenía buen aspecto. De hecho, volvía a ser el
vigoroso y llena de energía Fluke de siempre, así que Ohm dejó de preocuparse por aquella absoluta inmovilidad de cuando lo había visto dormido.
Se plantó frente a el, sonriendo. Fluke le devolvió la sonrisa, y al momento
siguiente se encontraban abrazados, riendo de puro placer.
-¡Oh, cuánto me alegro de verte, de verdad! -exclamó él-. ¡Fluke! Mi Fluke, después de todo este tiempo... Déjame mirarte bien... -lo apartó un tanto para contemplarlo con detenimiento-. Tan feo como siempre... ¡Puaj!
-¡Puaj tú! No consigo entender qué es lo que las personas pueden ver en ti. Ya entonces estabas mal, pero ahora estás hecho un desastre. Gordo, calvo...
-¡Y deberías ver la caspa que tengo! - bromeó Ohm.
Estallaron de nuevo en carcajadas, abrazándose y bailando de alegría por la cocina.
Ingfah los observaba llena de júbilo, comiendo a dos carrillos y riendo entre bocado y bocado.
-Siéntate y cena algo -le dijo Ohm, señalándole un taburete de la barra.
-¿Puedo tomar ahora solamente un café y volver cuando me haya duchado?
-Tus deseos son órdenes. ¡Marchando un café!
Fluke tomó la taza que él ofrecía y se dispuso a retirarse, pero Ingfah se le adelantó:
- Papi, anda, siéntate a mi lado a tomar el café.
-Bueno, yo... - Fluke hundió una mano en el bolsillo del albornoz y tocó las píldoras que debía tomar muy pronto.
-Quiero hablarte del paseo que hemos dado por la playa -insistió la pequeña.
-Solo un momentito, que luego tengo que ducharme -se sentó en la barra al lado de su hija, que dio comienzo a una vivida descripción de lo sucedido durante las últimas horas: una experiencia evidentemente maravillosa. Fluke la escuchó con
inmenso agrado. Aquello era exactamente lo que el había esperado de aquel viaje.
Parecía que todo iba a salir bien...
-¿Qué es lo que estás tomando? -le preguntó Ohm al advertir que, en un instante determinado, se llevaba una píldora a la boca.
-Solo es una aspirina -mintió, apresurado -. Es que tengo un pequeño dolor de cabeza.
-¿Otro de tus dolores de cabeza? -le preguntó Ingfah, amable, y en seguida le explicó a Ohm -. Siempre los tiene.
-Querida, no exageres. Me canso debido al trabajo que requiere la pensión, y hoy ha sido un día largo y agotador - Fluke forzó una carcajada de despreocupación-.
Aunque no sé por qué voy a tomar una ducha como si fuera por la mañana, ya que está a punto de anochecer...
-Así te sentirás mejor después -le aseguró Ohm.
Tenía razón. Tras la ducha se sentía como si fuera un hombre nuevo. Después de vestirse a toda prisa, volvió a la cocina, donde Ingfah se debatía entre elegir helado de coco o de plátano, para decidirse al final por probar los dos.
-Has rebañado los dos platos. No te has dejado ni una gota de helado -observó Ohm, asombrado.
Tiene seis años -le recordó Fluke -. ¿Qué esperabas?
Ingfah abrió la boca para decir algo, pero al parecer, cambió de idea. Llevaba levantada veinticuatro horas seguidas y el cansancio había empezado a vencerla. Se le cerraban
los ojos, empezaba a cabecear y se habría caído del taburete si Ohm no la hubiera sujetado en sus brazos. La llevaron al dormitorio y él la depositó cuidadosamente sobre la cama.
-Déjala tal como está -le dijo a Fluke mientras arropaba a la pequeña-. No querrás que la desnudemos ahora.
-Buenas noches, papi -murmuró Ingfah con los ojos cerrados.
-Buenas noches, cariño - Fluke se inclinó para besarla.
-Buenas noches, papá.
-Buenas noches, corazón -se agachó también para besarla con ternura.
Fluke pensó entonces que Ohm seguía siendo el mismo de siempre. Sensible,
desinhibido, tierno, divertido... Tuvo ocasión de ofrecerle otra deliciosa demostración de su carácter minutos después, cuando volvieron a la cocina.
-Y ahora, si usted gusta tomar asiento, caballero -declaró con un horrible acento francés-, este establecimiento se honrará en servirle uno de las mejores creaciones de « Ohm del Ritz». Un plato especial hecho con huevos revueltos y aguacate.
-¿Te acuerdas todavía de lo mucho que me gustaba ese plato? -le preguntó, asombrado.
-Por supuesto. Lo inventé especialmente para ti.
Era un plato de una sencillez genial, aderezado con una salsa cuyos ingredientes Fluke nunca había llegado a adivinar por completo. Estaba absolutamente delicioso.
-Así que hecho especialmente para mí -pronunció, recordando su anterior comentario.
-Bueno, tengo que admitir que lo sirvo en mis restaurantes...
-¿Y tiene éxito?
-Más que cualquier otro. Pero en realidad siempre ha sido y es para ti.
Fluke lo miró pensando: «Me alegro enormemente de no estar ya enamorado de ti. Si lo estuviera, todavía podrías destrozarme. Menos mal que ahora soy más prudente
que antes».
Ohm le preparó café y se tomó una taza en su compañía, mirándolo como si fuera un tesoro recién recuperado.
-¿Qué pasó con « Ohm del Ritz»... -le preguntó Fluke, sonriente-... una vez que regresó a su casa?
-Oh, fue cambiando de un empleo a otro.
-¡No irás a decirme que tuvo problemas para encontrar trabajo! ¿Acaso no seguía teniendo el mismo ingenio de siempre?
-Seguía teniéndolo en cierta forma, pero no de la forma que yo quería.
Constantemente tenía que sacrificar mi iniciativa para complacer a mis jefes. No me permitían hacer las cosas a mi manera. Solía desahogar mis frustraciones contándoselas a un anciano que conocí en la playa. Se llamaba Tommy y tenía un perro, Catch, el spaniel más gordo que cabe imaginar. Supongo que tenía una
tendencia natural a conocer a los vagabundos de las playas, ya que en cierta forma yo era uno de ellos: al menos eso era lo que siempre me decía mi madre. El caso es que
Tommy y Catch se convirtieron en mis mejores amigos por un tiempo. Solía invitar a Tommy a casa, practicaba recetas con él y hablábamos durante horas y horas. Una vez fui a visitarlo a su casa. Era muy pequeña, y no pasaba mucho tiempo allí porque
estaba lejos de la playa. Si ya has terminado de comer, vayamos al salón. Es mucho más cómodo.

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