El fuego

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Edward observaba como Priscilla caminaba de un lado al otro con un papel en la mano. Parecía buscar a alguien en particular entre toda gente que había en el hospicio.

—¡Priscilla! —la llamó.

La muchacha paró en seco al oír su nombre y se dió la vuelta. Miró al doctor con el ceño fruncido, pues no estaba segura de si era él exactamente, para luego abrir los ojos de par en par y acercársele casi corriendo.

—¡Ay, Grey! —exclamó sonriente—. ¡Te cortaste el flequillo!

Ella alargó su mano para tocarle el cabello pero él la apartó de un manotazo.

—¿Qué dijimos sobre el espacio personal? No me toques —rezongó Edward.

—Ay, ya, malhumorado. ¡Es que estás muy guapo! Te besaría si no fuera porque el hecho de besarte me repugna.

—De lo que te pierdes, boba —bromeó—. ¿Qué llevas en la mano?

Priscilla jugueteó un poco con el sobre que llevaba.

—Oh, esto es para ti —se lo entregó a Grey—. Mi abuelo espera que nos acompañes a cenar este viernes en su residencia. Él insistió en que te diera la carta porque es viejito y le gustan todas esas formalidades.

—Vaya, gracias...

—Así que no lo dejarás plantado y asistirás —lo señaló con el índice—. Además he avanzado en mi investigación sobre Savile... Tengo mucho que contarte.

—Igual —suspiró Edward—. Creo que una reunión nos beneficiaría a ambos.

Y habiendo concluido su propósito, Priscilla fue a regresar a sus tareas pero la expresión en la cara del doctor la hizo volver.

—¿Por qué tan triste? —preguntó.

—No importa. El chisme lo dejamos para el viernes —Edward se cruzó de brazos.

—Uhhh... Chisme —se emocionó la muchacha.

—Ya, Priscilla, vuelve a trabajar que el hombre de allá atrás se te está desangrando.

Y con un ligero empujoncito la hizo regresar a lo que estaba haciendo.

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La noche en la que Edward llegó a la puerta de la mansión de los Barnett, sintió miedo de que lo confundieran con un mendigo.
Es decir, sus ropas eran excelentes y adecuadas para la ocasión, pero... ¡Dios, no cualquiera tiene una mansión en frente al Palacio de Kensington! ¡Y tan grande!

—Oh, guau... —se murmuraba a sí mismo—. Entonces sí existen personas reales que viven en estas casas, increíble.

En seguida un sirviente le abrió la puerta y lo hizo pasar, otro se llevó su sombrero, abrigo y bastón. Edward aprovechó para arreglarse un poco el cabello y el traje, para entonces parecer una persona decente según los parámetros de esa mansión.

El doctor se mordió la lengua e intentó disimular su asombro cuando lo hicieron pasar a la sala común. No sería exagerado decir que casi podía ver su reflejo en el mármol pulido de las columnas y suelo. De las paredes colgaban pinturas de antiguos maestros y de vanguardia. Las alfombras persas se veían tan finas que daba pena pisarlas, y hasta parecía una ofensa sentarse sobre el delicado tapizado de los sillones . Y el tamaño de la chimenea era tal que bien podía entrar un niño de doce años parado ahí dentro. Aunque el calor que desprendía era sumamente reconfortante.

Priscilla y su abuelo lo esperaban de pie allí.

Era gracioso. El anciano usaba un bastón pero inconscientemente no lo apoyaba en el suelo, podía estar parado perfectamente sobre sus dos pies. Claro, el bastón le era de apoyo psicológico, tenerlo en la mano le daba una sensación de seguridad. Su nieta, por otro lado, no se parecía en absoluto a la Priscilla que Grey conocía. Era como si hubiera ido a una fiesta de disfraces y se hubiese vestido de dama noble. El cabello lo llevaba recogido en un intrincado peinado decorado con finos adornos y su vestido de tafetán bordó era envidiable para cualquier chica. Edward dudaba mucho que Priscilla se vistiera así por obligación. ¿Lo hacía para complacer a su abuelo y así beneficiarse? ¿O porque en realidad lo quería y por eso le daba el gusto?

El Don de la Sombra Donde viven las historias. Descúbrelo ahora