Capitulo III

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Levi miraba el apestoso lugar donde lo habían metido, rodeado de peces muertos, preferiría morir de hambre que comerse esos adefesios. Todavía podía sentir en la boca su desagradable sabor cuando ese grandulón lo obligaba a comérselos.

Salió a la superficie, el lugar estaba poco iluminado, las velas ya estaban acabando, sus ojos platinados pasaron por todas partes hasta llegar a la mesa con el cuerpo de su amigo y hermano.

Sentía furia y tristeza, Farlan no tenía que acabar de esta manera, si tan solo hubiera hecho caso a su madre esto no estaría pasando, ahora ella debía estar preocupada,  Petra debería estar buscándolo e Isabel... no se podía imaginar como estaría si supiera que Farlan ya no estaba.

Con sus brazos tomo fuerza para situarse sobre la orilla de la fuente, miro los tubos de hierro, saco sus garras pero no parecían surgir efecto solo unas líneas naranjas salían cuando los golpeaba, así que con fuerza se sujetó de ellas y empezó a tirar, tenía que buscar la forma de salir...

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Un terrible alboroto de botas pesadas, espadas que entrechocaban y voces despertó a Hange. Intentó asimilarlo a su sueño... pero el que había tenido era diferente. Hércules, su gato, miró la puerta; sus ojos reflejaban la débil luz y agitaba la cola con furia.

—¿Hange? —Nababa se sentó, completamente despierta. Amiga de Hange que más como amiga la consideraba su hermana; con la que no se veía desde hace cuatro meses después que había sido seleccionada junto con ella para servir a la princesa. Pero ahora que había vuelto compartían habitación.

—¡Padre Zakarius!

Alguien golpeó la puerta de la habitación de Mike que quedaba alado de las chicas. Hange apartó las mantas y agarró la capa más larga del perchero. Abrió la puerta que daba al pasillo.

Dos mosqueteros del rey, Jean y Connie, llenaban el estrecho y bajo pasillo; las plumas de sus sombreros rozaban el techo y las espadas golpeaban la madera cuando se giraban. El barro de las botas manchaba la alfombra. El humo de las antorchas manchaba el techo. El olor a brea quemada se impuso al hedor de orina, sudor y moho.

—Debes despertarlo, señorita Zoe. —Hablo el más bajo de los dos—. El monstruo marino... ¡la tienda está llena de demonios!

La puerta de Mike se abrió. Se asomó todavía adormilado, con el cabello revuelto y la sotana medio abotonada y torcida. — ¿Demonios? Tonterías.

—Lo oímos... el aleteo de las alas correosas...

—¡Olimos a azufre! —dijo el mosquetero más alto.

—¿Quién está vigilando el monstruo marino?

Se miraron el uno al otro.

Mike chasqueó la lengua disgustado, cerró la puerta tras él y caminó a largas zancadas por el pasillo seguido por los mosqueteros.

—Hange... —La castaña le indicó con un gesto silencio a Nanaba. Se quedó rezagada para que Mike no le ordenase permanecer en su habitación. Cuando los hombres desaparecieron, ella los siguió.

Arrebujada en la capa, salió a la terraza. La luna se había puesto, pero las estrellas daban algo de luz, a lo lejos las antorchas de los mosqueteros extendían un charco de luz humeante. Un movimiento y una forma extraña entrevista por el rabillo del ojo la sorprendieron. Se detuvo inmediatamente, recuperando el aliento.

Las flores blancas de un naranjo temblaban y resplandecían en la oscuridad. Los jardineros, empujando la carreta de los naranjos, se apartaron para inclinarse ante Hange. Ella aceptó la presencia de los jardineros, pensando que, por supuesto, debían trabajar de noche; Su Majestad sólo debía ver el jardín en perfecto estado.

La Sirena que Quería el SolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora