Capitulo I

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El carruaje recorría la calle empedrada. La gente de Paradis se veía curiosa, estaban muy cerca admirando la opulencia del carruaje y los arneses, no todos los días podías apreciar tal hermosura.

Hange Zoe viajaba en el carruaje del duque de la muralla María, sólo superado por el del rey en magnificencia. Iba sentada frente al hermano del monarca, Uri Reiss, y su sobrina Frieda Reiss, estaba sentada junto a ella.

A su otro lado, las pequeñas hermanas, estaban perezosas, hermosas y lánguidas, aburridas por el largo viaje desde Maria hasta Sina sacaba la cabeza por la ventanilla del carruaje, casi tan emocionada como Hange.

Al estar tan cerca del puerto aumentó el olor a pescado podrido y algas secas, Uri prefería estar protegido de los maléficos humores del exterior por lo que llevaba un pañuelo de seda y una almohadilla perfumada. Con la seda se quitaba el polvo de las mangas de terciopelo y encajes dorados de la chaqueta; se sostenía cerca de la nariz la naranja tachonada de clavos, para apartar con perfume los olores de fuera.

El carruaje tembló y redujo su velocidad. El conductor gritaba a los caballos. Las herraduras resonaban contra el empedrado. Los ciudadanos al darse cuenta de quien se trataba llegaron a los lados del carruaje, gritando, pidiendo.

—¡Mira, Hange! —Frieda hizo que Hange se echase hacia delante para mirar las dos por la ventanilla del carruaje. A ambos lados de la calle, la gente andrajosa agitaba las manos y lanzaba gritos de "¡Larga vida al rey!" o decía "¡Danos pan!".

Un jinete se desplazaba impávido por entre la multitud. Hange lo tomó por un joven, luego vio que vestía la casaca azul bordada en oro exclusiva de los más últimos allegados del rey.

Los desesperados ciudadanos agarraban al cortesano, lo cogían por los encajes dorados, tiraban de la montura. En lugar de apartarlos a latigazos, les dio la limosna del rey. Entregó monedas a los más cercanos y las arrojó a los últimos de la multitud: las mujeres viejas, los hombres tullidos, los niños harapientos. La muchedumbre formaba un remolino a su alrededor, tan poderoso como el océano, tan sucio como las aguas del puerto de Sina.

—¿Quién es ése? —preguntó Hange.

—Erwin Smith —dijo Frieda—. El conde de Orvud. ¿No lo recuerdas?

—No recordaba... —No se había aprendido el nombre de todos de la corte.

Erwin montaba un blanco y ligero caballo.

—Ha estado fuera todo el verano —dijo Uri—. Pero veo que ha mantenido su posición en la estimación de mi hermano el rey.

El carruaje siguió su camino dejando atrás a la multitud lo menos que querían era que los siguieran, esto era un evento exclusivo para la realeza.

—La gente lo arrojará al suelo —dijo Hange.

—No te preocupes —Frieda palmeó el brazo de Hange, se acercó más y murmuró—: Espera. Mira. El conde Smith nunca permitirá que lo tiren de su caballo.

A lo lejos miraron como Erwin inclinó su sombrero empenachado hacia la multitud. La gente le devolvió la cortesía con vítores y saludos. Su caballo no se detenía nunca, nunca permitía que lo rodeasen. Daba brincos arqueando el cuello, bufando, agitando la cola como una banderola, moviéndose entre la gente como pez en el agua. Al cabo de un momento el conde estaba libre. Seguido por los vítores, cabalgó por la calle tras el carruaje.

Pasó galopando un alegre grupo de jóvenes nobles. Al otro lado de la ventanilla, el hermano de Frieda, Dirk, espoleó su enorme caballo bayo para encabritarlo y mostrar sus guarniciones doradas. Dirk vestía plumas y terciopelo, y llevaba una espada enjoyada. Recién llegado de las campañas de verano.

La Sirena que Quería el SolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora