Capítulo 3: Las dos mochilas

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Aún el cielo no estaba claro pero ya habíamos recogido el campamento improvisado y emprendido la marcha.

Billie la encabezaba con mi padre. Probablemente estarían hablando de la vida de la rubia o papá le estaría repasando el plan, ya que acababa de incorporarse al grupo y no estaba familiarizada con la misión.

Yo estaba pensando en Judith.

¿Cómo se sintió cuando mi padre se negó a involucrarla en la misión? Seguro que ahora estaba sentada en algún lugar del campamento pensando en si Austin volvería o no. Antes de irme me dejó bien claro que nos quería a los dos de vuelta, que somos las únicas personas que tiene en este mundo y que si le faltáramos algún día, no podría soportarlo.

Se lo prometí, y yo siempre cumplo mi palabra. Aunque también entiendo la decisión de mi padre.

Cuando murió el padre de Judith, el único familiar vivo que le quedaba después de la catástrofe, le hizo prometer que la protegería como si fuera su hija. Y desde ese entonces mi padre nunca ha quebrantado esa promesa. Jud es una hermana más para mí, y la cagué muchísimo cuando la convencí para que viniera conmigo y los demás a aquella misión suicida hace un mes atrás.

Por suerte volvimos todos.

—¿No te resulta familiar el apellido O'Connell?

Fue Joy la que me hizo desconectar de mis pensamientos.

—Nop, pero creo que te suena a Mark O'Donnell. —contesté. Mi hermana me miró sin entender. —Aquel chico de mi curso, el pelirrojo con ojos marrones.

Su expresión me dio a entender que lo recordó.

—Seguramente.

¿Dónde estará Mark ahora? ¿Qué habrá sido de todos esos amigos que tenía en el instituto? A veces me lo preguntaba.

Nos detuvimos a la vez cuando la fila de soldados lo hicieron.

—Los de las mochilas han llegado.—informó papá con su walkie-talkie en la mano. —Es hora de separarnos en los dos grupos. Grupo A, podéis torcer por la derecha en la zona acordada, Quinn encabezará la marcha. Grupo B, continuaremos por aquí. Billie, te quedarás con mis hijas y seguirás el plan.

Llegó la hora de separarnos de papá. Si todo iba según lo planeado, nos volveríamos a encontrar en el interior de la fábrica que nos salvaría la vida.

La misión era muy simple. Ayudó mucho que me escapara en esa misión suicida porque gracias a eso sabemos las entradas que tiene esa fábrica y una cifra aproximada de las criaturas que la rodean.

Esperaríamos a que el grupo de las bombas las detonaran en los puntos marcados. Ellos se retirarían dejándoles a los corredores unos animalillos recién cazados para que así nos dieran tiempo. Mi grupo entraría por detrás y el de mi padre atravesaría un patio situado a la derecha.

Papá entraría por el primer piso y nos encontraríamos en el interior. Lo de salir de ahí ya era cosa de cuchillos, metralletas y una buena carrera hacia el bosque.

—Llegamos. —informé cuando los árboles desaparecieron y visualicé el edificio. —Recemos para que la comida siga ahí dentro.

—Yo no detonaría las bombas.

El comentario de la recién llegada paró mis pasos.

—¿Y qué harías? —pregunté con ironía, porque en realidad no me interesaba su opinión.

—Los que pretenden explotar las bombas podrían ahorrárselas y simplemente hacer ruido en la valla para atraer a los bichos. —dijo. Todos parecían escucharla atentamente. —Después dejarían los animales cazados repartidos por el exterior y allí es cuando entramos.

La paranoia de QuinnDonde viven las historias. Descúbrelo ahora