La visita

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Los domingos por la mañana son pacíficos en nuestro hogar. Mi padre se permite descansar. Mi madre se permite no preparar el desayuno. Y si mis hermanos han estado tocando con su banda hasta muy tarde, no notarás su presencia antes del mediodía.

Generalmente aprovecho para deslizarme afuera y recolectar huevos mientras todos duermen, luego me llevo a escondidas un tazón de cereales a mi habitación, tomo el desayuno en la cama y leo.

Pero ese domingo – después de pasarme casi toda la noche sintiéndome molesto e intranquilo – me desperté queriendo hacer algo físico. Quitarme de encima esa confusión que todavía experimentaba. Lo que realmente necesitaba era una buena trepada a mi árbol de Sicomoro, pero decidí conformarme con regar el césped e intentar pensar en otras cosas. Abrí la canilla y admiré lo rica y negra que se veía la tierra mientras regaba al frente y atrás del patio. Estaba ocupado hablándoles a las semillas bajo la tierra, engatusándolas para que brotaran y conocieran el sol naciente, cuando mi padre salió afuera. Su cabello estaba húmedo de la ducha y tenía una bolsa de cartón enrollada y cerrada en su mano.

—¡Papá! Perdona si te desperté.

—No lo hiciste, cariño. He estado despierto por un rato.

—No estás yendo a trabajar, ¿verdad?

—No, yo... —se quedó estudiándome por unos segundos—. Iré a visitar a Sangtae.

—¿El tío Sangtae?

Caminó hasta su camioneta.

—Exacto. Yo... debería estar de vuelta para el medio día.

—Pero, papá ¿por qué hoy? Es domingo.

—Ya lo sé, cariño, pero es un domingo especial.

—¿Por qué?

—Es su cumpleaños número cuarenta. Quiero verlo y dejarle un regalo —dijo mientras levantaba la bolsa de papel—. No te preocupes. Nos prepararé algunos panqueques para el almuerzo, ¿está bien?

—Voy contigo —dije, y eché la manguera a un lado. Ni siquiera estaba bien vestido (sólo me había colocado encima una sudadera y mis tenis, sin medias) pero en mi mente no había duda de que iría con él.

—¿Por qué no te quedas en casa y disfrutas la mañana con tu madre? Estoy seguro de que ella...

Me dirigí al lado del acompañante de su camioneta y sentencié:

—Iré contigo.

Me subí arriba y cerré con fuerza la puerta.

—Pero... —dijo a través de la puerta del conductor.

—Voy contigo.

Se quedó mirándome por un momento.

—De acuerdo —puso el regalo en el asiento del medio—. Espera que deje una nota para tu madre.

Mientras él estaba en la casa, me puse el cinturón de seguridad y me dije que esto era una buena idea. Algo que debería haber hecho hace muchos años. El tío Sangtae formaba parte de mi familia, de mi padre, de mí. Ya era tiempo de que lo conociera.

Estudié el paquete colocado junto a mí. ¿Qué le regalaría mi padre a su hermano por su cumpleaños número cuarenta? Lo levanté. No era un cuadro (demasiado liviano para eso). Además, hacía un extraño sonido si lo agitaba.

Estaba abriendo la parte de arriba para echarle un vistazo cuando mi padre volvió a salir por la puerta de enfrente. Dejé la bolsa y me puse derecho; cuando él se deslizó en el asiento tras el volante, dije:

—Está bien para ti, ¿verdad?

Me miró, su mano poniendo en contacto la llave para encender el motor.

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