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Los hombres a los que les desagradaba y deseaban que desapareciera de sus tierras me golpeaban todo el tiempo hasta ver que mi cuerpo no reaccionaba. Me había vuelto la distracción de los soldados y mi cuerpo ya no soportaba más, no terminaba de sanar una herida cuando ya tenía dos nuevas y ni hablar de los huesos rotos.

Después de haber recibido una nueva paliza cerca de los establos me dirigí al interior del castillo con cierta dificultad. En esa ocasión mi pierna había sido la más perjudicada, debido a los múltiples golpes y pisotones me costaba caminar sin que mi cojera se notara demasiado.

El lugar se encontraba en extrañada calma o eso parecía, hasta que vi la situación más traumática que había visto en toda mi vida.

¿Por qué tenía que hacerle eso?

Ella lloraba, suplicaba que la dejara, que no la tocara, pero él continuaba. La falda de Delora estaba alzada y la parte superior de su cuerpo era sujetada con fuerza excesiva sobre la mesa del comedor por la misma persona que abusaba de ella. Podía verlo en cada lágrima que derramaban sus ojos y lo escuchaba en cada uno de los gruñidos que liberaba aquel repulsivo ser.

Estaba abusando de ella y yo no podía permitirlo.

El eco que provocaban los bruscos choques de su pelvis con el cuerpo de ella me ponían los pelos de punta. Un nudo se instaló en mi garganta de tan solo pensar que esa mujer había tenido que sufrir tanto y sin poder decir nada.

No me importó cuán grande, fuerte y salvaje fuera el rey, mis manos actuaron por si solas cuando estuve a su lado. Lo empujé lo más fuerte que pude y en ese momento estaba dispuesto a morir si era la consecuencia de haber defendido a una mujer indefensa.

Su mirada furiosa cayó sobre mí y poco después lo hicieron sus golpes, uno cada vez más fuerte que el otro. Yo nunca había peleado con nadie pero en ese momento poco importó porque era él o yo.

¿Había llegado a golpearlo?

Un par de golpes de mi parte se había llevado aunque no se comparaban con la paliza que me había dado. Cada segundo había valido la pena.

Me cobré la desagradable bienvenida, la tortura con el potro, los golpes que me habían dado él y su guardia y los próximos que iba a recibir.

Con cada gota de sangre que salpicaba mi consciencia se desvanecía. Al menos durante ese día no iba a tocarla y solo por eso sentí que había valido completamente la pena. Si mi sufrimiento la liberaba de un día del suyo, entonces estaba bien para mí.

No recordaba con exactitud el tiempo que llevaba en aquel oscuro lugar en el que me tenían encadenado, solo era consciente de que era un nuevo día con la dosis mañanera de golpes que recibía por parte de los guardias y servidores.

Había llegado un punto en el que ni siquiera podía beber del agua sucia que me llevaban porque terminaba vomitando sangre. No necesitaba observarme en un espejo para notar que mi rostro estaba hinchado y mi ropa se encontraba teñida por completo de mi sangre.

— ¿Ha entendido dónde debe estar su lealtad? — Reí por lo bajo.

Había dejado de importarme todo porque en ese lugar había experimentado lo que era ir al infierno.

— Por supuesto, mi lealtad se encuentra con la reina. — Susurré con dificultad.

Reuní todas mis fuerzas con un solo objetivo, manifestarme en contra de aquellos gorilas. Recopilé toda la saliva y la sangre que me fue posible y escupí directamente en la cara del guardia que me había golpeado anteriormente, ese que había estado hablando con el otro prisionero.

Pasó poco tiempo cuando volvía caer en la inconsciencia, segundos después de haber recibido una especie de batazo en la cabeza con un objeto que no supe identificar.

Con el pasar de los días fui liberado y volví a mi antiguo puesto de trabajo, los establos. Tenía muchas más responsabilidades y menos horas para descansar como otra forma de castigo por mi actuar.

¿Por qué seguía con vida después de mi ofensa y ataque al rey?

Porque el rey y en general, Prifac, necesitaba hombres que lucharan, solo por eso seguía respirando. Aunque por supuesto, era bien sabido que luego de que todo terminara el primero que sería ejecutado a manos del propio rey iba a ser yo.

Si lograba atraparme, claro estaba.

Mientras esperaba a que eso sucediera me paseaba descaradamente por todos lados como si fuera intocable y en parte lo era. Me había ganado un cierto respeto por haber golpeado al rey, pero eso solo era entre algunos pocos y no podía burlarme demasiado porque eran capaces de ejecutarme antes de que la bruja fuera asesinada.

Recordaba perfectamente cuando volví a trabajar porque mi cuerpo se encontraba frágil y aun así había podido evitar un incidente. Me había movido lo suficientemente rápido como para que aquel escurridizo niño que creía que no lo había visto, se metiera en donde dormía el caballo más rebelde de todos. Era un caballo de color gris, detestaba que lo tocaran y mucho más que lo molestaran cuando estaba comiendo.

El niño era Bastian, el hijo de Delora y desde ese momento no faltó ni un día al establo. A él le gustaban esos animales y siempre que podía se escapaba de sus responsabilidades para acariciarlos.

Si su padre llegaba a enterarse de que pasaba largas horas ayudándome, ese pobre niño no iba a vivir para contarlo.

— Debería volver con su madre, si lo ven aquí tendrá problemas. — Los ojos azules que Bastian había heredado de su madre me observaban con un ápice de desilusión.

Él prefería hacerme compañía que pasar tiempo con su padre, lo había notado desde que había sido liberado. Incluso Delora se había percatado de eso y en varias ocasiones había enviado a su dama de compañía para que alejara a su hijo de mí. Era una lástima que no lo hubiera logrado nunca, ni siquiera cuando se suponía que debía estar en clases para ser un príncipe correcto.

— Solo un poco. — Murmuró, estirando su mano para acariciar al caballo de su padre.

Ninguno de los dos debía estar ahí, por eso no me esforzaba demasiado en decirle que tenía que marcharse.

— Debemos irnos, estaremos en problemas si su padre nos ve cerca de su corcel. — Como si le doliera alejarse de él fui guiándolo lentamente hasta llegar al establo común y de ahí Bastian corrió hacia el castillo.

Era lo que siempre hacíamos, después de romper un par de reglas nos acercábamos al establo en donde se encontraban los caballos comunes, disimulábamos un poco y luego cada cual se iba lejos del otro. Si bien él lo tomaba como un juego, yo lo hacía para no perjudicar a un niño inocente.

Bastian no era mi hijo, pero me encargaba de cuidarlo como si lo fuera. Le había tomado mucho cariño y lo menos que podía hacer por él era mostrarle que no todos éramos como su padre. Me encargaba de que supiera que no estaba mal que un hombre mostrara afecto y que estaba bien ser un poco desconfiado, siempre y cuando aquello no se convirtiera en una excusa para torturar por gusto.

Estaba seguro que de algo iba a servir lo que estaba haciendo. 

Llamas Eternas© EE #5Donde viven las historias. Descúbrelo ahora