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Estaba muerto de cansancio y ni siquiera llevábamos un día caminando. El sol azotaba nuestros cuerpos y aunque no era tan fuerte como lo era en mis tiempos, al estar todo el día bajo sus rayos llegaban a hacer de las suyas. Tenía demasiada sed, me dolían los pies y la espalda me pedía que me acostara unos minutos porque ya no aguantaba más el peso de las armas y las cosas que habían tomado para llevarse.

Podía sentir como mi propio peso comenzaba a doblarme las rodillas pero no podíamos detenernos, no en aquella extensa planicie que nos dejaba expuestos a cualquier ataque o situación. Prifac había tomado aquellas tierras lejanas como suyas pero el viaje que había de por medio continuaba siendo tortuoso, extenso y agotador.

Nosotros nos quejábamos cuando la realidad era que las mujeres lo estaban pasando peor. Iban atadas, bajo el sol, llevando puesto aquellos vestidos que parecían incómodos y descalzas. Les habían quitado los zapatos como una forma de tortura inicial, para que comprendieran que sus vidas iban a ser miserables y que no debían aspirar a mucho más. Sus pies estaban pisando las piedras, ramas, espinas y el suelo caliente sin que algo pudiera amortiguar el dolor que pudieran sentir.

Y yo... Deseaba ayudarlas pero no podía, no tenía los zapatos suficientes y tampoco podía acercarme nuevamente a ellas para darle mis zapatos a una porque era probable que fuera castigado y que al final ninguno tuviera calzado.

— Descansen. — Ordenó la fuerte y ronca voz del general.

¿Descansar en esa planicie? ¿Acaso se habían vuelto locos?

Era arriesgado y aunque sentía temor, fui de los primeros en caer al suelo. El alivio que recorrió mi cuerpo una vez que estuve sentado no me fue suficiente para estar relativamente bien. Estaba sediento, tanto que mi saliva comenzaba a tornarse pastosa y molesta, tanto que tragar dolía.

Fijé mi mirada en el grupo de mujeres que por alguna extraña razón estaban siendo liberadas.

No era que estuviera en contra de que las mujeres pudieran estar libres, sino que me preocupaban los motivos por los cuales les habían quitado las sogas de las muñecas. No tenía sentido que durante todo el camino hubieran estado atadas y que cuando los soldados descansaran las liberaran.

Extraño...

— ¿Desea beber agua? — Esa mujer tenía un alarmante método para llegar a mi lado sin que la pudiera escuchar.

— Bébala usted, es quien más la necesita. — Ella negó, acercando a mis labios una especie de vaso rustico y hecho de un material desconocido para mí.

— Usted parece sediento y me ha protegido, mi deber es servirle. — Oh, no. Yo jamás había hecho algo con la intención de recibir sus servicios a cambio.

Me había ofendido que me viera de esa forma.

— No la he ayudado para obtener algo a cambio. — Le quité el vaso de las manos y bebí por mi propia cuenta. — Gracias.

— No quería ofenderlo. — Murmuró por lo bajo.

Sus ojos habían dejado de analizar mi rostro para mantenerse fijos en sus manos y sus mejillas habían tomado un color rosado que la hacían ver saludable e inocente.

Tal vez estaba siendo muy cortante con ella...

— Olvídelo. — Su cabeza se alzó con rapidez y brusquedad, llamando así la atención de un par de hombres y mujeres, entre ellos el rey.

Esa muchacha no dejaba de llamar la atención...

La sonrisa de aquel hombre no me agradaba y era consciente de que no significaba nada bueno. Al parecer se había fijado en una nueva víctima solo por estar junto a mí o tal vez estaba pensando que esa mujer y yo éramos pareja. Lo que sea que estuviera pasando por su retorcida mente no iba a tardar mucho en ser mostrado, lo presentía.

Alejé la mirada del lugar en donde se encontraba el rey, fingiendo que nada había ocurrido.

La mujer continuó insistiendo en que debía beber agua durante gran parte del tiempo en el que estuvimos sentados bajo el sol del mediodía. Aquel líquido que me ofrecía no tenía nada que pudiera dañarme, me había asegurado de eso antes de tomar el primer trago.

— ¿Cree que lleguemos antes del ocaso? — Preguntó mientras soltaba su trenza y volvía a hacerla.

— Depende de a qué día se refiera. — El sarcasmo en mi voz era notable pero como ella era de otros tiempos no lo iba a entender. — Para llegar a Prifac debemos ver salir el alba más veces de las que se imagina. — Sus ojos se agrandaron con exageración y soltó el aire bruscamente.

— No llegaremos. — Susurró. — Las mujeres no...

— No voy a mentirle, algunos no llegarán. — Mi vista dio con un par de ancianas que solo habían sido llevadas para que sirvieran con obediencia.

— ¿No puede ayudarnos? — Al parecer ella tenía los ojos en otro lugar que no fuera el rostro.

— Catalina, creo que no se ha percatado de que no soy el soldado que mejor le agrade al rey. — Llevé mis manos hacia mi cabello para quitarlo de mi sudada frente, dándome cuenta de que se encontraba bastante largo. — La he ayudado en lo que he podido pero no siempre será así. Mi vida corre el mismo peligro que la suya así que háganos un favor y sea discreta cuando algo no le parezca.

— ¿Por qué no posee el favor del rey? — Era demasiado curiosa y en parte era mi culpa por haber hablado de más.

— No soy un prifactano. — Sus ojos volvieron a abrirse con exageración al igual que su boca.

No iba a responder más preguntas y se lo dejé saber cuando puse mi completa atención en nuestro alrededor.

No había prácticamente árboles y no los había en los diez días de viaje que habíamos hecho anteriormente. No sabía si había vegetación saludable después de lo que en algún momento había sido Tizdag pero antes de llegar a aquellas tierras no lo había. Era como si una gran peste se hubiera extendido por todo el lugar sin que nada ni nadie pudiera detenerlo.

Si bien ya sabía que lo sucedido no era mi culpa, el pensamiento de que era una especie de apocalipsis o el principio dé, no había abandonado mi mente.

Llamas Eternas© EE #5Donde viven las historias. Descúbrelo ahora