La memoria fotográfica de Andrea funcionaba para todos los aspectos de la vida, no únicamente para los libros que leía. Si escuchaba una canción con atención, podía aprenderse la letra y la música sin tener que escucharla por segunda vez, como había sido el caso de las cinco primeras canciones en el casete de baladas en inglés de Fabiola.
También podía recordar discusiones enteras entre dos o más personas y saber exactamente quién dijo qué y en qué momento.
Pero cuando se trataba de su memoria espacial, el nivel de precisión de ésta era cosa de miedo. Le bastaba una mirada rápida a un cajón, repisa o superficie de cualquier índole para saber que algo había sido movido de su lugar.
Durante su adolescencia temprana, Andrea había comenzado a ser ordenada a un grado casi obsesivo. A sus doce años había designado un lugar específico para cada una de sus pocas, pero preciadas posesiones y le resultaba extremadamente fácil detectar la frecuencia con la cual su abuela entraba a su habitación para revisar sus pertenencias. Además, la abuela Minerva era tan descarada, que ni siquiera se molestaba en regresar las cosas que tocaba a su lugar correspondiente.
Andrea estaba tan acostumbrada a las dinámicas de vivir bajo el techo de la abuela Minerva, que nunca se quejaba de su falta de privacidad. Sin embargo, una tarde de inicios del tercer año de secundaria, mientras hacía la tarea, abrió uno de los cajones de su escritorio para descubrir que la abuela lo había revisado y había descubierto la hoja en la que estaba escrito el fragmento de la letra de «Rush, Rush». El papel estaba mal doblado y colocado dentro de una carpeta que no era la misma en la que Andrea lo había guardado. Entonces le hirvió la sangre.
Esa transgresión iba más allá de lo que Andrea podía soportar, y aunque no protestó al momento de descubrirla, se hizo una promesa silenciosa: tarde o temprano encontraría el modo de vengarse. Aún no sabía cómo, pero lograría que la abuela dejara de revisar sus cajones de una vez por todas.
Si las clases de historia le habían enseñado algo, era que la venganza toma paciencia, planificación y mente fría, así que decidió tragarse su enojo, del mismo modo que había aprendido a tragarse todas sus otras emociones durante los últimos cinco años de su vida, y decidió darle tiempo al tiempo.
Tres semanas más tarde, la solución se presentó sola.
La maestra de Español III se había enfermado y la dirección escolar no había logrado encontrar a un substituto que impartiera sus clases. En un día regular, el prefecto les hubiera dicho a Andrea y sus compañeros que podían ir a las canchas, o la cafetería, pero ese día el cielo estaba completamente negro y un diluvio torrencial se había dejado caer con toda la furia del dios Chaac, lo que había resultado en que los cuarenta adolescentes de su clase estuvieran atrapados en el aula, sin supervisión.
Andrea hubiera deseado pasar ese módulo libre con Fabiola, pero a esas alturas ya estaba acostumbrada a que su amiga no se desprendiera de los populares en horario de clases.
Andrea volteó hacia sus antiguas amigas, quienes ya estaban muy juntitas intercambiando opiniones sobre libros y películas, y se reprochó internamente por haberlas ignorado de un modo tan descarado a la llegada de Fabiola. Ese bote había zarpado y no había esperanzas de recuperar lo que alguna vez tuvieron.
Andrea suspiró, sacó de su mochila el último libro que el profesor Carrillo le había prestado, y continuó leyendo donde lo había dejado.
Un rato después escuchó a varias de sus compañeras pegando gritos de miedo. Unos instantes después vinieron las carcajadas de Martín y Diego, dos de los amigos populares de Fabiola. El ciclo se repitió varias veces, pero Andrea no despegó los ojos de su libro.
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Las cosas que no nos dijimos
Romance(LGBT) Andrea creía haber dejado atrás su pasado, pero al regresar a su ciudad natal para despedirse de su abuela, se encuentra con una montaña rusa emocional que la lleva a enfrentar los demonios que creía enterrados. En la casa familiar, entre los...