La abuela Minerva y la Zona Fantasma

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Andrea regresa a la segunda de sus cajas y se topa con una colección de casetes que a todas luces no es suya: José José, Juan Gabriel, Roberto Carlos, Rocío Durcal, Raphael... Esos fueron los pocos intentos que la abuela Minerva hizo por modernizar su vasta colección de música, pero lo suyo eran los discos de vinilo y nunca logró apreciar la música en ningún otro formato.

Los discos eran el único vicio de la abuela, además del azúcar en exceso.

Andrea saca los casetes de la caja y los deja sobre la mesa sin poder dejar de mirarlos. No tiene ni la menor intención de escucharlos, pero el simple hecho de contemplar las cubiertas basta para catalizar algunos de sus peores recuerdos.

Andrea lucha por no caer en este juego de su mente, intenta distraerse una vez más pensando en Fabiola o en Ileana, pero no lo logra. Cualquier pertenencia de la abuela tiene ese poder casi sobrenatural de atraparla y no dejarla escapar.

—Es como estar en la Zona Fantasma de los cómics de Superman —Le había dicho una noche a su esposa entre copas de vino tinto—. Pero en lo más recóndito de mi mente... y cuando estoy ahí no sé cómo salir.

Por eso temía entrar a la casa, por eso evitó entrar a la habitación de la abuela, por eso había elegido bien sus cajas; porque quería evitar la Zona Fantasma a como diera lugar.

Cuando Andrea era pequeña, era práctica común que sus papás la llevaran a pasar la noche en casa de la abuela Minerva si ellos querían salir a una fiesta o alcanzar la última función del cine.

Fue en una de esas múltiples ocasiones, que nunca regresaron. Ella tenía siete años y ellos habían asistido a la boda de un amigo de Mauricio, el papá de Andrea.

Cuando el timbre comenzó a sonar y la abuela se levantó de la cama de un salto, Andrea se quedó acostada, preguntándose por qué el tono de luz era tan distinto al de cualquier otra mañana. Tan pálido.

Dos voces de hombre, serias, le decían algo a la abuela. Andrea se incorporó en su hamaca, aseguró un pie firmemente sobre la cama de su abuela, luego el otro y de ahí brincó al suelo. Caminó hacia la parte posterior del juguetero que dividía la sala y sacó media cara para mirar hacia la puerta principal.

Su abuela tenía una mano sobre su pecho y la otra cubriéndole la boca. Los dos hombres uniformados seguían hablando con seriedad, lentamente, como si les avergonzara lo que estaban diciendo. Andrea no podía comprender lo que veía, pero tenía la certeza de que no era bueno.

La abuela asintió, dijo algo y luego se dirigió a la habitación de Landy. Andrea no pudo escuchar todo lo que le dijo, únicamente que le dio instrucciones de cuidar de Andrea. Luego regresó a su habitación, tomó unas ropas y se fue al baño, casi atropellando a Andrea en el proceso.

Unos minutos después, aseada, maquillada con un poco de base, rubor y labial, y con bolso en mano, se fue de la casa con los policías sin dar mayor explicación.

Horas más tarde, cuando la abuela regresó de haber ido a reconocer los cuerpos, la abuela estaba seria, con temple de acero y mirada dura.

—Tus papás tuvieron un accidente, Andrea —Había dicho sin que siquiera le temblase la voz—. Están muertos. No van a volver. Ahora vas a vivir aquí conmigo. ¿Entiendes?

Andrea asintió, bajando la cabeza en un intento de ocultar sus lágrimas. A la abuela nunca le había gustado verla llorar. Siempre que lloraba le decía que le daría verdaderas razones para hacerlo.

La abuela se dio media vuelta y fue a la cocina, para darles la noticia a Landy y Pascual. Después, levantó el teléfono para llamar a los abuelos maternos de Andrea.

Las cosas que no nos dijimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora