Por la mañana, lo primero que hace es revisar sus mensajes para enterarse de cómo le fue a Fabiola con el proyecto que había entregado horas atrás. «Pidieron algunos cambios bastante razonables, pero en general: les encantó. Yuju», dice el mensaje de su esposa.
«Felicidades, mi amor. Sabía que te iría bien. Estoy muy orgullosa de ti», le dice Andrea en su primer mensaje; en el segundo, le cuenta que pasará la mañana con su familia; en el tercero, le dice que la ama con locura.
Después de darse un baño, decide vaciar sobre la cama el contenido de la pequeña maleta que trajo a modo de «equipaje de mano» y también todo lo que acumuló el día anterior en su mochila. Luego acomoda con cuidado las cosas que recuperó de la casa dentro de la maleta, menos los diarios, esos los vuelve a poner en su mochila.
«¿Un poco de lectura ligera para el vuelo de regreso?», pregunta la voz de su interior. Andrea asiente en silencio.
Revisa sus documentos migratorios, se asegura de tener sus llaves, echa un ojito dentro de su cartera y lo devuelve todo al interior de la mochila junto con los diez cuadernos Scribe.
«Todo listo», piensa, orgullosa de sí misma y entonces recuerda una cosa. «¡En la torre!» dice para sus adentros al darse cuenta que en su prisa por irse a cenar con sus amigos, no había puesto las cosas destinadas a donación en una caja que indicara claramente que ese era su propósito.
Un par de golpecitos en la puerta la distraen.
—Pasa —dice Andrea.
—¿Ya estás lista? —pregunta Omara.
Ella asiente y sale de la habitación, colocándose la mochila sobre el hombro derecho.
Veinte minutos más tarde, al llegar a casa del tío Pascual, Andrea se sorprende de encontrar un ambiente alegre, casi festivo.
En la terraza siguen instaladas las mesas que Pascual y Aracely rentaron. Sobre ellas hay comida y bebidas suficientes para mantener entretenido a un regimiento.
Aunque resulta muy difícil distinguir la música detrás de las múltiples conversaciones de los adultos y los gritos de los niños, Andrea nota que son ritmos bastante animados.
Uno de sus primos está instalado frente al asador, sosteniendo una pinza metálica en una mano y una cerveza en la otra. Su hermano menor está haciéndole avioncito a sus hijos y sobrinos en el jardín. Las hermanas menores de Omara están entretenidas en sus respectivas burbujas: una con el celular y la otra con el novio.
Mientras tanto la tía Landy está contando, de la manera más cómica, las travesuras que ella y el tío Pascual le hacían a Mauricio cuando eran niños, los castigos brutales que la abuela Minerva les ponía cuando descubría que habían hecho algo malo y el modo en que la bisabuela intervenía para defenderlos cuando estaban castigados, o consolarlos cuando estaban llorando.
Mientras desayuna, Andrea los observa, distinguiendo las dinámicas que existen entre ellos; pescando aquí y allá algunas las indirectas que cruzan, detectando, sin esforzarse demasiado, quienes se llevan bien y quienes no.
Cuando Andrea se mudó a Roma, sus primos eran unos niños y algunos de ellos ni siquiera habían nacido. Conoce sus nombres y sus rostros, pero no tiene idea de quienes son realmente.
«Estoy rodeada de un montón de extraños», piensa, notando por primera vez que no siente ninguna clase de apego hacia ellos, excepto por Omara y la tía Landy; reconciliando en su mente que esa es la razón por la cual solamente ha venido a visitarlos cinco veces en los últimos 18 años.
«Por eso venías a ver a la abuela y a tus amigos, no a esta gente», dice la voz de su interior.
Andrea no puede más. No hay nada que deteste más que sentirse sola estando rodeada de gente. Recoge su plato desechable y lo lleva a la basura. Después busca a Omara.
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Las cosas que no nos dijimos
Romance(LGBT) Andrea creía haber dejado atrás su pasado, pero al regresar a su ciudad natal para despedirse de su abuela, se encuentra con una montaña rusa emocional que la lleva a enfrentar los demonios que creía enterrados. En la casa familiar, entre los...