Andrea abre los ojos para descubrir que estaba dormida con medio cuerpo sobre la cama de su abuela. Mira su reloj, lleva dos horas aquí.
Se incorpora, se frota los párpados y luego las sienes. «Eso es lo que sucede cuando lloras por tanto tiempo», le dice la voz de su interior. «Apuesto que tienes los ojos saltones, como un sapo».
Andrea se pone de pie y se va al baño. Se mira al espejo para comprobar que, en efecto, tiene los ojos saltones como los de un sapo... y muy rojos.
Es hasta después de haberse echado abundante agua fría en la cara, que nota que no tiene con qué secarse. Camina a la cocina y toma unas servilletas de papel para secarse el rostro empapado.
Andrea nota entonces, casi por accidente, que es la hora del día en la que el tragaluz de la bodega cumple su propósito a la perfección, iluminando cada rincón del interior.
Entra y se pasea una vez más entre las cajas de cartón, leyendo los nombres escritos en los costados, pensando que en el interior de cada una hay recuerdos de vidas enteras, como la suya... y todas están conectadas a la abuela Minerva.
«Este es tu propio museo, abuela», piensa. «Y estos son los artefactos invaluables de nuestra tribu».
Dos de las cajas que se ven mas viejas y polvorientas, llaman su atención. No tienen nombre en los costados, pero su antena detectora de tesoros comienza a titilar.
Hace una mueca. Se rasca una ceja. Suspira.
«¿Qué más da? Ya estás aquí», propone la voz de su interior.
Después de quitar las cajas que están encima de las que quiere revisar, las arrastra, una por una, hacia la cocina. Abre la primera para encontrar una colección de moldes de repostería muy viejos que tiene pinta de haberle pertenecido a la bisabuela.
Con menos esperanzas que antes, Andrea abre la segunda caja. En ella, encuentra documentos amarillentos, desgastados y medio rotos: actas de nacimiento que ya no son válidas, recibos de propiedad de la tienda de los bisabuelos y los papeles que la abuela Minerva firmó cuando don Luis Fernando la llevó a abrir una cuenta de banco a su nombre.
También hay recortes de periódico de la graduación y la boda de cada uno de sus hijos... y muchos obituarios: del bisabuelo, la bisabuela, don Ignacio, don Luis Fernando, Mauricio y el mas antiguo es el de Lorenzo.
Andrea coloca los obituarios sobre la mesa.
Debajo de éstos, hay una pila de fotos en blanco y negro. Andrea las saca con mucho cuidado. En ellas están capturados hitos de las vidas de sus tíos: bautizos, primeras comuniones, primer y último día de la primaria. Y un retrato de la abuela Minerva en su adolescencia.
Andrea sonríe al contemplarla y jura que está viendo a su prima Omara.
Al regresar su vista a la caja, descubre un grupo de fotos que está envuelto cuidadosamente con un listón negro. Andrea deshace el listón y siente una punzada en el pecho al entender la razón por la cual esas fotos están apartadas del resto.
La primera es una foto de la bisabuela sentada en la terraza, tomando el fresco. La mujer está sonriendo, pero es evidente que está muy enferma. La siguiente es de Mauricio de niño, parado en medio de un estudio fotográfico, con un traje de marinero y una sonrisa enorme en el rostro.
Andrea voltea la foto. «Mauricio, 1961», dice en la letra elegante de la abuela Minerva.
Debajo de ésta hay cuatro fotos mas de Mauricio, probablemente tomadas en la misma visita al estudio fotográfico. En cada una, su papá porta, divertido, un trajecito distinto.
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Las cosas que no nos dijimos
Romantik(LGBT) Andrea creía haber dejado atrás su pasado, pero al regresar a su ciudad natal para despedirse de su abuela, se encuentra con una montaña rusa emocional que la lleva a enfrentar los demonios que creía enterrados. En la casa familiar, entre los...