Capítulo III - Parte I

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KIM LEE

Condena; arrastra los cuerpos de los pecadores y ponlos a descansar.

— ¡Salió bastante bien!, ¿no creen? —les pregunté a los secuaces mientras con gozo me liberaba de la pesada cabeza de conejo.

—Tu idea de que las cosas salgan bien es extraña, Kim Lee.

Bufé y me di unos golpecitos en el hombro izquierdo.

Llevar la corona se veía bien, pero era desgastante.

—Si lo dices por el mantel quemado esas son minorías—respondí con sorna.

Hubo silencio.

—Bueno—me giré y comencé a caminar en dirección opuesta a mis compañeros—, la noche aun es joven y el tiempo apremia, queridos. Por cierto—me detuve y volví a encararlos—, yo me ocupare del coche del muchacho y me reuniré con Orion después. Ustedes desháganse de los cuerpos de esas sabandijas—señalé con desdén en dirección a la cabaña—. Quémenlos, entiérrenlos o háganlos picadillo—enlisté—, tienen un abanico de oportunidades. Que no quede rastro—amenacé—. Las ceremonias fúnebres se avecinan.

Y sin decir una palabra más, se alejaron.

Revisé mi celular, tenía cinco notificaciones de llamadas perdidas e incontables mensajes de texto de Tessa.

—Lo siento, Tessa—me dije a mi misma—. Prometo que este será el último año que llegue tarde.

Guardé el celular y me puse en marcha.

⚝ ⚝ ⚝

Aunque conocía bien el alrededor, volver a la carretera fue complicado, sin luz por la Luna nueva y con las condiciones climáticas replicándose a la noche en la que mi vida se tiñó de color escarlata.

El recuerdo me estremeció.

Puedo ser la mujer que soy ahora por eso, así que, invariablemente, cada determinado tiempo retorno a aquella noche de pesadilla. La agonía ha cesado, el miedo no.

Fue en Halloween, en este bosque, en la misma carretera desgastada, solo años atrás, recién me volvía la encargada de Dalkomhan Pastry, de hecho, fue el regalo de mis tíos al cumplir veintiún años, pasada de generación en generación hasta llegar a mí, la dueña actual.

Era considerada tantas cosas, una chica tímida, solitaria, aunque a mí más bien, me gustaba pensar que era una joven apasionada y perseverante, de talento innato, en la que uno se dedica a lo que ama. A pesar de mi corta edad me posicionaba como una de las mejores reposteras del condado. Mis postres, flechaban a todo aquel que buscaba satisfacer su paladar con algo dulce. Creaba pasteles de diseños sutiles y elegantes, lo que el cliente pidiera. Me dedicaba horas a decorarlos, embellecerlos como una extensión de mi alma. Complacer al cliente, esa era mi prioridad a toda costa. Y la paga, por supuesto, resultaba en algunas ocasiones más generosa de lo estipulado, por lo que podía permitirme una vida despreocupada. Fue esa misma habilidad, la que se convirtió en una bendición y una maldición.

Así, una tarde de habitual ajetreo característico de las fiestas decembrinas, alguien hizo sonar la campanilla de la puerta de la tienda, un cliente, amaba recibir clientes nuevos, de pie ante la vitrina, un hombre mayor, de unos treinta y tantos calculé, vestido como soldadito de plomo con un lustroso maletín negro y una sonrisa brillante, llegó él. No lo reconocía y si algo tiene Green Town, es que todos se conocen.

Historias que los muertos cuentanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora