Capítulo 6

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Cuando Lauren llegó aquella noche, Camila no alzó la vista del cuenco de patatas que aplastaba. La fuerza con la que mane­jaba el aparato para hacer puré exhibía un toque de salvajismo. Lauren se quedó pensa­tiva. Había esperado encontrarla distante, quizá incluso un poco dolida, pero no enfu­recida; requería mucha energía mantener la furia durante tantas horas.

-Necesitaré unos quince minutos para lavarme -indicó Lauren.

-La cena estará lista en diez -espetó ella sin alzar la vista.

Supo que no lo iba a esperar. La expre­sión pensativa se acentuó al subir a la pri­mera planta.

Se dio una de las duchas más rápidas de su vida. Estaba descalza y aún se abro­chaba la camisa cuando volvió a bajar.

Ella colocaba en la mesa los vasos para el té con hielo; se sentaron juntos. La ban­deja con el pollo frito estaba justo delante del plato de Lauren. Llegó a la conclusión de que o se lo comía o se lo llevaría puesto.

Se llenó el plato de pollo, puré de pata­tas, bollos y salsa, sin dejar -de observar la bandeja con curiosidad. Siguió exami­nando el contenido mientras daba el primer mordisco y controlaba un gruñido de pla­cer. El pollo estaba tierno, el exterior cru­jiente y sabroso. Camila era mejor coci­nera de lo que había esperado. Pero el resto de las piezas de pollo parecían... extrañas.

-¿Qué pieza es esa? -preguntó, seña­lando una parte de pollo de peculiar confi­guración.

-No tengo ni idea -respondió sin mi­rarla-. Nunca antes había tenido que lim­piar y trocear mi comida.

Lauren se mordió el interior de la boca para evitar sonreír. Si cometía el error de reír, probablemente ella le echaría la salsa por la cabeza. La cena fue tensa y principalmente silen­ciosa. Si la ojiverde hacía algún comentario, ella le contestaba, pero, aparte de eso, no reali­zaba ningún esfuerzo por mantener una conversación. En cuanto Camila terminó su frugal cena, llevó su plato al fregadero y acercó uno limpio, al igual que un pastel de cerezas que aún humeaba.

Muy pocas cosas en la vida habían inter­ferido con el apetito de Lauren, y esa noche no fue ninguna excepción. Cuando Camila terminó de juguetear con su pequeña porción de pastel, ella había acabado con casi todo el pollo, el puré y la salsa, y solo quedaban dos panecillos. Casi se sentía sa­tisfecha cuando Camila plantó una por­ción enorme de pastel en un plato limpio para ella. Un rápido vistazo a su rostro he­lado le indicó que la cena no había obrado el mismo milagro en ella.

-¿Cómo aprendiste a cocinar de esta ma­nera?

-Hay libros de cocina en el armario. Sé leer.

Inmediatamente después de limpiar la cocina, ella subió a la primera planta. Lauren fue a su despacho y dedicó el tiempo ha­bitual al papeleo que daba la impresión de no acabarse nunca, pero no tenía la mente en ello, y a las ocho empezó a mirar el re­loj, preguntándose si Camila estaría lista para irse a la cama. Ya había oído el agua de la ducha al correr y la imagen de ella desnuda bajo el chorro caliente hizo que se moviera incómoda en el sillón. Había es­tado excitada casi todo el día, maldicién­dose por no haberle hecho el amor aquella mañana, a pesar de que habría sido un enorme error.

Tiró el bolígrafo sobre la mesa y cerró los libros, poniéndose de pie con contenida violencia. Maldición, la necesitaba y ya no podía esperar más.

Apagó las luces antes de subir. Tenía la mente en el momento abrasador en que la penetró por primera vez, sintiendo la leve resistencia de la piel tensa, para luego ce­der y envolverla, y después el calor hú­medo y el estallido de sus sentidos.

La puerta del dormitorio estaba abierta.

Entró y la encontró sentada en la cama pin­tándose las uñas de los pies, con las piernas largas desnudas y dobladas en una de esas posturas que solo ella parecía lograr y la volvió loca. Todo su cuerpo se tensó y adqui­rió una erección plena y dolorosa. Llevaba puesta una camisola de satén rosa que ter­minaba en el nacimiento de los muslos y revelaba unos pantaloncitos a juego. El sa­tén se ceñía a los pechos y exhibía los pe­zones redondos y suaves. Tenía el cabello marrón a un lado y la piel aún se veía leve­mente encendida por la ducha. Con expre­sión solemne y concentrada le daba a las uñas la misma tonalidad rosa que la cami­sola.

UN LUGAR EN EL CORAZÓN | CAMREN G!PDonde viven las historias. Descúbrelo ahora