2. Heridas profundas.

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     Desagradable, era la palabra perfecta que podría definir los pensamientos de Mason en ese mismo momento. Observando el oscuro y húmedo lugar, caluroso y asfixiante como ningún otro. Era como un gran ataúd gigante, rodeado de piedras y cadenas por doquier mientras cientos de cadáveres se cernían sobre los alrededores.

Los calabozos de su reino eran como un universo diferente escondido entre la belleza del palacio, ocultando el veneno de las raíces de su mundo y convirtiéndolo en piedras blancas como el marfil rodeadas de sangre y piel gangrenada.

Ese calabozo, era el último lugar que verían aquellas desafortunadas almas que terminaban vagando encadenadas, encerradas como animales. Torturadas como simples trozos magullados de carne y finalmente desechadas como basura a los rincones del infierno bajo sus mugrientos pies. Estar ahí era sinónimo de la muerte, y era por esa simple pero poderosa palabra que el hijo del rey había tenido que adentrarse entre el profundo laberinto de las almas perdidas del reino.

Mason observó frente a él, aquella vieja y oxidada reja metálica que lo separaba del mundo de los demonios. Podía sentir el hedor proveniente de ese lugar, así como podía escuchar los llantos y gritos de aquellas almas pidiendo clemencia por sus maldecidas vidas.

Sus ojos marrones escanearon el otro lado de su mundo, pasando entre los cuerpos arrastrándose cual serpiente, hasta llegar al final de aquel pasillo horroroso y ver recargado contra una pared, al mismo niño rubio que había sido dejado a su cargo.

El niño estaba desnudo, sus piernas dobladas y pegadas a su pecho tratando de mantener el calor de su cuerpo en vano. Probablemente los harapos que lo cubrían habían sido robados por otro demonio en estado de desesperación, y el niño rubio tan solo pudo dejarse quitar permaneciendo quieto como un cuerpo tieso y putrefacto.

Su largo cabello cubría su rostro, enmarañado y sucio. Mason no sabía si seguía vivo o no, y por ese motivo había terminado ordenado a uno de los guardias que trajeran al niño fuera de lugar para poder saber su estado.

Dos guardias entraron, golpeando a los demonios que trataban de huir en vano. Tomaron al pequeño rubio por sus brazos, arrastrándolo por el suelo fibroso y sucio como un saco de basura. Como supuso, no se quejó en ningún momento, solo cuando fue sacado de aquella prisión y siendo dejado caer al suelo bruscamente causando que un leve jadeo saliera de entre sus labios, dándole la señal de vida que había estado buscando.

Mason dio un paso al frente, deteniendo a unos centímetros del cuerpo delgado del niño rubio. Observó el cuerpo maltratado y enfermo del otro, sus piernas habían dejado de mantener su propio peso y le era imposible caminar. Sus brazos magullados y heridos solo podían colgar se su torso sin propósito alguno.

Uno de los guardias le había dicho que no viviría mucho si permanecía en aquel estado junto con los demás demonios. A pesar de que su vida no podría importarle menos, había sido una orden directa de su padre mantener vivo a aquel demonio hasta el día de su coronación. Sabía que, si llegaba a morir, perdería la oportunidad de impresionar a sus padres y a Dios con sus méritos para demostrar ser digno de heredar los mandatos sagrados del cielo. Por ello, luego de una semana de meditación, había finalmente decidido lo que haría de ahora en adelante para asegurar mantener su lugar en el futuro.

Mantendría con vida al demonio, aun en contra de su voluntad.

Mason se agachó, observando con detenimiento al pequeño demonio.

—Mírame —ordenó, sin vacilación alguna.

El silencio se formó en todo el lugar cuando las palabras de Mason resonaron por todo el lugar. Frías palabras ocultas bajo la inocente voz de un niño. Un niño, que era hijo de los reyes de ese lugar. Heredero de su poder, de su locura... y su desprecio por los demonios que lo convertía en el terror de cualquier desafortunado.

Golden tears || BillDipDonde viven las historias. Descúbrelo ahora