CAPÍTULO VII

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Los días antes de la fiesta de Nora me la había pasado ordenando la estantería de pociones y dándole los cuidados necesarios a los árboles medicinales que ya comenzaban a dar flores y frutos.

También había podido poner en práctica mi aprendizaje, con los entrenadores que cada día y a cada momento llegaban con un nuevo raspón o una que otra quemadura de poca gravedad. Poco a poco fui conociendo a cada uno de los reclutas y entrenadores más experimentados, e hice mi mayor esfuerzo por aprender y almacenar la mayor cantidad de nombres posibles.

Además de mi propio trabajo, tomé la palabra de Archie Murray y asistí a las clases de los nuevos reclutas. Me sentí nerviosa al principio. Era como volver a asistir al primer año de Hogwarts o la Escuela de Sanadores, donde todos eran desconocidos y debías intentar hacer nuevos amigos.

La primera clase había intentado pasar desapercibido, sentándome en el último pupitre y estando lo más en silencio posible, sin interrumpir en ningún momento al profesor designado, Robert Gheorghe, uno de los entrenadores más antiguos y respetados de todo el Santuario. Ya pasando los días, eran los propios chicos quienes hacían lo posible por hacerme sentir una más de ellos, compartiendo conmigo sus conocimientos y algunas que otras bromas.

Mi paso por la biblioteca también era diario. Leer era algo que se me daba bastante bien y con el tiempo había entendido que era mejor complementar las clases con una búsqueda de estudio propia.

Si bien al principio Archie no podía estar completamente tranquilo por no ser el único alrededor de los libros por más de dos horas, ya se estaba acostumbrado a mi presencia. A veces lograba sacarle más que solo un par de oraciones y esperaba que pronto se atreviera a entablar una conversación más prolongada. Tenía varias preguntas que surgían al avanzar mis lecturas y probablemente solo él podría responderlas.

Todo eso también me ayudaba a estar lejos de Williard, quien parecía irritado cada día un poco más y a la vez, cansado, mucho más cansado. Tenía unas horribles ojeras que parecían pedir a gritos por un poco de descanso.

Stefan me visitaba en la biblioteca casi diariamente. En el último tiempo, había dejado su coqueteo en segundo plano y conversábamos en sus ratos libres sobre su vida o la mía.

Agradecí su confianza cuando comenzó a relatar cómo sus padres, magos provenientes de las primeras familias sangre pura de Bucarest, habían adoptado un tipo de crianza lo suficientemente dura y estructurada como para encargarse del negocio familiar. Cuando hubiese tenido la edad adecuada, Stefan sería el único heredero de una enorme fortuna a cambio del aprendizaje de la magia oscura y ética de superioridad en los estatus de sangre en el instituto Durmstrang.

Con una fachada de que tenía la vida resuelta, por dentro se sentía completamente solo, con carencia de cariño parental y era víctima de los continuos maltratos por parte de sus propios compañeros. Así que había abandonado lo que sus padres llamaban hogar y buena vida apenas su graduación concluyó.

Rodrik le había dado asilo luego de que él mismo fuese exiliado de su propia familia al haber nacido como un squib. Stefan había sido testigo del rechazo que su tío sufría y, antes de ingresar como recluta en Santuario de Dragones, pasó todos sus días ayudándolo a reconstruir su panadería, pensando que así podría, de alguna manera, retribuirle por toda la tortura emocional que le habían hecho pasar.

Así era sencillo comprender el enorme cariño que tenía hacia sus tíos y su pequeña prima. Por ello, puse más atención cuando decidió confesar las inquietudes y dudas de la propia Nora, al tomar la decisión de abandonar a su familia y perseguir sus sueños.

Se veía algo contrariado al desahogar cada palabra y pensé que tal vez, si él se consideraba era el confidente de su pequeña que quería como su propia hermana menor, él también necesitaba un confidente propio de las cosas que pasaban por su cabeza.

Rose Grey y el domador de dragones [#3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora