Hace cinco semanas que tuvo lugar la última batalla; siete desde la última vez que yo tomé partido en una. Y el único rastro de la guerra está en las heridas mal cicatrizadas y en el peso de mi corazón, mucho más ligero ahora que una parte descansa con Amaltea.
Nunca recuperamos su cuerpo, pero su paso por la vida se honra y se celebra con un altar funerario, una roca tallada sobre la que crece un cerezo, en medio del jardín de nuestro nuevo hogar.
Me asomo por la ventana. A lo lejos aún se divisa la fortaleza del castillo que me vio crecer. Los muros altos y gruesos, los elegantes torreones del interior y las bellas fachadas de mármol esculpidas con hermosos relieves atrapando cada rayo de sol.
Fue construido al inicio de la era de Khetren.
Todos los reinos del continente medimos el tiempo en eras; el inicio de una lo marca el final de otra. Cada varios siglos, se desata un desastre natural que nos obliga a empezar prácticamente de cero. La última vez fueron cientos de erupciones volcánicas a lo largo de todo el continente. La era de Khetren es la era de los volcanes y, actualmente, nos encontramos en el año 1309.
El castillo es antiguo, muy antiguo; y lo he perdido.
Hoy hace calor.
Atrás quedaron los días lluviosos de la batalla de Mirkaf y también nuestro repliegue a la cordillera, la estrepitosa derrota en los bosques y el paso rápido e inexorable del rey Soren.
Por más que intente comprenderlo, por más que lo analice y procure encontrar una explicación, soy incapaz de entender cómo sus tropas nos aplastaron tan rápido.
Y cuando pienso en eso, cuando pienso que el reino de mi madre, y antes de eso de mi abuela, está en manos de un reino que ha devorado a los otros cuatro con tanta voracidad, me arde el pecho.
Veo a mi madre a través de la ventana de mi cuarto. Está cuidando del cerezo junto con la madre de Amaltea.
Puede que sea la primera vez que sale en todo el mes, aunque no me sorprende. Si no me sintiera como una intrusa en esta casa, mis salidas, mis intentos de huir a ninguna parte, se habrían reducido a la nada. Si salgo de estos muros, si abandono el confinamiento, es porque algo dentro de mí grita y se rebela contra esta idea de blanda opresión, de reclusión casi autoimpuesta.
Hay días que siento que mi cuerpo es incapaz de contener la vorágine de emociones que bullen en mi interior. Mi ser, mi esencia, se expande y grita, y sufre. Y yo me veo aquí dentro, atrapada en mi cuerpo y en esta cárcel, y salgo corriendo en busca de algo que nunca encuentro; ni en los bosques, ni en el mar, ni en la arena rocosa de las playas, ni al borde de los acantilados contra los que rompe el viento del este.
Cuando salgo al jardín, veo junto a los límites de la propiedad a los guardias que nos vigilan día y noche.
Este lugar, esta casa, es un cautiverio con forma de regalo.
Tras ser vencidos y destronados, el rey Soren permitió que conserváramos algunas tierras, siempre vigiladas, y nos obligó a abandonar el castillo.
Considerando que la alternativa pasaba por ejecutar a toda la familia real, tal y como han hecho los reyes usurpadores en otros reinos y en otros tiempos, me parece que deberíamos sentirnos afortunados.
No obstante, soy incapaz de sentir nada más allá de la rabia y el dolor.
Me ducho y me visto despacio. Al principio, tenía que hacerlo así por las heridas, sobre todo por la del brazo, que no tuve tiempo de curar bien. Ahora lo hago por facilidad, porque es más sencillo ocupar el tiempo en cosas que no requieren pensar, que no me exigen plantearme la situación a la que nos he arrastrado con mi mal mando del ejército.
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La princesa de invierno (¡YA EN LIBRERÍAS!) *primeros capítulos*
Teen Fiction*PRIMEROS CAPÍTULOS* Un libro de Paula Gallego. Tras su última conquista, el joven rey Soren de Runáh se ha labrado muchos enemigos. Para acercarse al pueblo y darle esperanza, decide convocar un torneo al que cualquier hombre o mujer podrá presenta...