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Es el quinto día que nos dejan volver a las colinas de Mirkaf.

Hay soldados de ambos bandos recogiendo e identificando los cadáveres y trasladando a los heridos a la ciudad. Todos parecen cansados y tienen expresiones parecidas, fácilmente reconocibles, que los señalan como supervivientes.

Puedo imaginar lo que sentirán al volver aquí, al buscar en la tierra a los muertos y al cargarlos una y otra vez en carros para continuar, hora tras hora, día tras día, llevándoselos.

Puedo imaginarlo, pero nunca lo sabré, porque Elara no me permitió luchar a mí.

No hablamos desde hace días, y casi agradezco su silencio. Sé que, si me hablara, si tuviese la oportunidad, yo acabaría estallando y, siendo justo, no estaría bien, no ahora, cuando buscamos el cadáver de su segunda entre los muertos.

Ni siquiera hemos dormido más de cuatro horas seguidas ninguno de los días. La noche parecía una buena excusa para dejar de buscar, pero la puesta de sol solo hace que dirijamos la búsqueda a otros lugares, a los hospitales de campaña, a los hospitales de la ciudad y a los cementerios abarrotados.

No hay ni rastro de Amaltea.

Hoy, en medio de la búsqueda, nos hacen llamar. Esta vez, han encontrado a alguien en una fosa. Han llevado su cuerpo hasta una de las tiendas y allí aguardan.

No es la primera vez que pasamos por esto y hoy no es muy diferente. Elara contiene el aliento desde que le dan la noticia hasta que llega a la tienda. Allí vacila, se detiene antes de entrar con un rostro contraído por el dolor, la culpa y la esperanza.

No quiere encontrarla. Y quiere encontrarla.

Debe de ser difícil.

Hallar su cuerpo traería paz, para ella y para la madre de Amaltea.

Si no está en esa tienda, significará que aún sigue por ahí, que hay una pequeña posibilidad de que, simplemente, esté herida, pero también cabe la posibilidad de que nunca aparezca y de que su corazón siga buscándola siempre.

Veo que Elara baja la vista hasta mi mano. La suya se mueve ligeramente. Extiende y contrae los dedos una y otra vez, nerviosa.

Sé que quiere cogerme de la mano, pero me conoce suficiente para saber que estoy enfadado desde el día en el que me prohibió luchar y demostrar mi valor en el campo de batalla.

Cuando entro en la tienda sin darle la mano, me siento mezquino y ruin, pero no soy capaz de recular.

Elara me sigue y me adelanta, ahora sin mirarme, ni vacilar, y camina hasta el lugar en el que tienen el cuerpo, que ya ha empezado a desprender un olor desagradable.

No pierde el tiempo y retira la sábana.

Tengo que adelantarme para comprobar si es o no Amaltea, porque mi hermana ahoga un sollozo, se lleva las manos a la boca, y no sabría distinguir si esa reacción es de puro alivio o de puro dolor.

Quizá sea de ambas.

Cuando me asomo, compruebo que no es Amaltea, y soy yo quien tiene que decírselo a los soldados mientras Elara sale corriendo de la tienda.

Al salir, la encuentro arqueada y apoyada sobre sus rodillas, vomitando en una esquina. De nuevo, siento que debo ir, que debería acercarme, ponerle una mano en el hombro y reconfortarla como sé que haría ella conmigo.

Pero una rabia venenosa, furiosa y potente me impide dar un paso hacia ella. Me obliga a mantenerme sereno y de pie en el lugar, sin mover un músculo, esperando a que mi hermana termine.

También me odio por ello. Me odio por echar a andar con ella cuando termina y fingir que no ha pasado nada, pero ya no hay nada que pueda hacer.


La princesa de invierno (¡YA EN LIBRERÍAS!) *primeros capítulos*Donde viven las historias. Descúbrelo ahora