8: VANJA

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Voy a recogerme el pelo cuando me doy cuenta de que ya no puedo hacerlo.

Maldigo por lo bajo, en silencio, para que a nadie se le ocurra levantar la vista hacia donde estoy.

Los herederos del polvo han llegado a Ariante. Desembarcaron ayer, creyendo que nadie los había visto, pero todos sabemos que están aquí. Soren, no obstante, ha dado la orden de no intervenir todavía.

«¿Puedes hacerlo?», me preguntó anoche cuando lo informaron.

Un solo asentimiento bastó para que le dijera al guardia que no se acercara.

Eso es lo que significo para él, para su reino. Soy una apuesta segura, garantía de éxito. Me gusta que confíe en mí, haberme convertido en una pieza imprescindible de su reinado.

El viento me da en la cara. Ya no huele a sal como en el puerto, aquí huele a polvo y suciedad. A pesar de estar sobre uno de los tejados de las viejas casas, incluso el aire de este lugar de la ciudad está corrompido.

Empiezo a notar el frío un par de horas después de la medianoche. Siempre se me ha dado bien aguantar. Mi don es la paciencia. Como dirían los sentimentales de Larisia, nací bajo la estrella de la perseverancia. Me lo dijo una mujer que decía leer las estrellas, una viajera de Larisia con la que me crucé hace tiempo en Kerandrine.

Yo no creo en esas tonterías. A veces dudo que crea incluso en nuestros propios dioses, en la religión que se practica en todos los reinos salvo en Larisia.

Cuando las puntas de los dedos de las manos empiezan a dolerme por el frío, escucho el inconfundible chasquido de una puerta al abrirse y me preparo.

Por fin, los herederos han decidido salir a pasear.

Puedo imaginar por qué han elegido este lugar de la ciudad para pasar la noche. Estas calles deshabitadas confieren más intimidad de la que podrían pagar en cualquier posada de la ciudad.

Quienes deambulan por aquí a estas horas, o quienes pasan las noches como pueden en estas casas en ruinas, no están en posición de delatar a nadie ni de inmiscuirse en los asuntos de otras personas. Por eso este lugar es perfecto.

Son solo tres. Ayer conté cinco desembarcando en el puerto. El resto permanece en un barco al fondo de la bahía. Distingo enseguida dagas y espadas. Solo uno de ellos lleva ya en la mano un pico.

Todos visten parecido, con ropas sencillas, sin detalles ni adornos, de colores apagados, como arena del desierto sin color, sin vida. Dos de ellos están rapados; el tercero tiene el pelo corto, peinado hacia atrás y muy pegado a la cabeza.

Deben planear acabar pronto, porque su barco sin bandera podría pasar desapercibido a lo sumo unas horas más. En una situación normal, las autoridades ya se habrían asegurado de identificarlos. Un buque de ese tamaño cerca de la bahía y sin bandera... No. Los habrían expulsado de inmediato, sobre todo ahora que entramos en la posguerra y los ánimos están tan caldeados.

Los otros dos deben de haberse quedado dentro de la casa prácticamente en ruinas. Sin embargo, decido arriesgarme y bajar del tejado. Tendré cuidado por si deciden unirse al grupo en algún momento.

Me deslizo con suavidad a través de las sombras, pegándome a las paredes y esperando entre callejones para que ninguno se percate de mi presencia.

Los sigo hasta el patio de una casa abandonada, una casa que en días mejores debió de estar habitada por alguna familia adinerada. La vegetación se ha extendido aquí dentro. Parece que el jardín interior, antaño cuidado, ahora crece indómito y rebelde. Todas las ventanas están tapiadas, el acceso a los pisos superiores es complicado y los azulejos del suelo han saltado y se han quebrado bajo una fuerza invisible.

En medio de todo, justo en el centro del patio, hay una fuente sin agua, donde algunas yedras ya han comenzado a trepar por el mármol sucio. La fuente posee la estatua de una mujer hermosa en el centro, ataviada con un vestido vaporoso que se pega a su piel. Porta un cántaro del que, seguramente, caería agua, y tiene los labios entreabiertos, como si hubiera sido interrumpida en medio de una bella melodía.

Los tres rodean la estatua y el que lleva el pico lo alza, toma impulso y le arranca la cabeza a la estatua con un sonoro estruendo.

Decenas de pedazos de mármol salen despedidos en todas direcciones. Un pedacito, incluso, llega rodando a mis pies. Parece la nariz.

Me quedo quieta, oculta entre las sombras, esperando el momento preciso para intervenir. Pero todavía no puedo hacerlo. Todavía no sé nada.

El hombre del pico vuelve a arremeter contra la estatua, una y otra vez, hasta que sus miembros quedan deshechos y cuarteados sobre el suelo, cubierto de polvo blanco.

Luego se sientan. Se sientan en el borde de una escalera en ruinas y uno de ellos destapa un odre que empiezan a turnarse.

Están de celebración y yo estoy cada vez más confusa.

No entiendo nada.

Los observo un rato más hasta que uno de ellos se excusa para ir a orinar y entonces sí intervengo.

Voy tras él sin que me escuche. La canción que canturrea mientras busca una esquina me facilita mi tarea, amortigua el sonido de mis pasos.

Soy implacable.

Lo hago sin pensar.

Me coloco tras él cuando ya se ha detenido y, antes de que comience, le doy una patada tras las rodillas, obligándolo a flexionarse. Luego, le parto el cuello.

Espero por si los otros dos deciden separarse para ver qué ocurre y me facilitan aún más la tarea, pero permanecen juntos. No tengo ningún problema.

Son torpes, están mal entrenados y, hoy, distraídos.

Solo forcejeo con uno, pero es breve. Una finta, un golpe en el brazo, otro en el estómago y, al final, acaba muerto. Al primero le atravieso el cuello con una daga.

Luego regreso a la casa abandonada donde está el resto. Toco la puerta dos veces y espero. Cuando me preguntan quién soy, vuelvo a tocar.

Uno de ellos se asoma y tiene la mala suerte de volverse prescindible.

También le parto el cuello antes de que pueda reaccionar.

El último que queda desenvaina la espada y consigue defenderse durante unos minutos, pero también lo desarmo enseguida. Este no puede morir, a este lo necesito vivo, y tardo más de lo que me gustaría en inmovilizarlo y dejarlo fuera de combate.

Después, lo arrastro hasta una silla desvencijada. Compruebo que la madera no esté tan carcomida como para partirse con facilidad y subo al hombre como puedo hasta la silla para atarlo a ella.

Cierro la puerta, busco a unos guardias y doy la voz de alarma.


La princesa de invierno (¡YA EN LIBRERÍAS!) *primeros capítulos*Donde viven las historias. Descúbrelo ahora