Defensas edípicas

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Muchos de ustedes saben, o creen saber, qué es el complejo de Edipo. Pero ¿qué es una defensa edípica? El tema básico del patrón edípico en la niñez es la rivalidad, y las defensas de este tipo tienen que ver con hacer de todo una competencia en la que la victoria define cuánto vale uno. Al vencer al rival, uno de-muestra que posee más fuerza, poder, inteligencia, talento creativo, atractivo sexual o sabiduría espiritual. Freud definió a los impulsos edípicos en el contexto del niño que trata de conquistar al progenitor del sexo opuesto mediante la competencia con el del mismo sexo. Quizás debamos considerar esta poderosa y fundamental dinámica humana en un contexto más amplio. En principio, no estoy convencida de que sea siempre el progenitor del sexo opuesto el tesoro difícil de conseguir, sino que puede ser el del mismo sexo. Tampoco estoy convencida de que el objeto real del ejercicio sea reclamar el premio. Quizás sea vencer al rival. Las defensas edípicas no se limitan a establecer dolorosos triángulos en las relaciones humanas. Pueden tener lugar en otras esferas de la vida, donde suelen disfrazarse de rivalidad profesional, y a veces incluso se disimulan bajo la forma de desacuerdos con el punto de vista de la otra persona, expresados con una agresividad particular e inconfundible. La envidia es la gran fuerza de motivación tras las defensas edípicas. Bajo todas estas diversas manifestaciones yace la compulsiva necesidad de ganar, como un medio de afirmar que uno tiene poder y es especial. Las defensas edípicas afirman al individuo venciendo al opositor.

Podemos ver que este sistema de defensa es sumamente positivo. La envidia no es sólo un sentimiento desagradable de inadecuación personal y de resentimiento hacia alguien que tiene lo que quisiéramos tener nosotros, también puede ser una fuerza potente para desarrollar nuestros talentos y perseguir la excelencia. Las defensas edípicas nos vuelven creativos porque debemos demostrar que somos únicos, y si no tuviéramos esta necesidad impulsora de competir y ganar, no haríamos nada para afirmar o alentar nuestra expresión individual. Pero, si las defensas edípicas dominan la personalidad y excluyen las otras necesidades e impulsos, todo se convierte en un campo de batalla. No podemos hacer algo simplemente porque es relajante, agradable, inspirador o divertido, y resulta imposible respetar de manera genuina a los otros seres humanos y cooperar con ellos. Si decidimos estudiar algo, no lo hacemos para aprender el tema, pues necesitamos ser el mejor alumno de la clase y toda la alegría del aprendizaje se desvanece en el humo de la batalla. Si deseamos escribir algo, no lo hacemos para comunicar una idea importante, sino que tratamos de construir una reputación en el ataque sistemático de las ideas de los demás. Los esfuerzos creativos ya no surgen del corazón, y constantemente miramos a nuestro alrededor para ver si a alguien se le ocurrió algo mejor.

En las relaciones, las defensas edípicas compulsivas pueden demostrarse de maneras diferentes, que quizás no reconocemos como provenientes de la misma fuente. Podemos imaginar que los demás quieren a nuestra pareja (aunque para el observador imparcial sea obvio que la pareja no es muy interesante y no des-pliega encantos visibles); entonces estamos en un constante estado de tensión y hostilidad, y vamos por ahí fijándonos dónde están los posibles rivales. No hay relación que sea segura, no se puede confiar en ningún amigo, porque tarde o temprano llegará alguien con mayor fuerza, que asegurará nuestra derrota. Por lo general, alguien aparece, alguien que también está atrapado en un patrón de defensa edípica, pero que exhibe un impulso compulsivo por conquistar a todos en las inmediaciones. No importa si tiene una relación feliz en su hogar, igual debe tener la mayor cantidad de admiradores posible, preferentemente que anden con ganas de escaparse de una relación existente, aun cuando no tenga ni el más remoto interés de perseguir la conquista hasta su fin habitual.

Las defensas edípicas suelen atraer los servicios de otras personas que también emplean defensas edípicas. Pueden funcionar a muchos niveles diferentes y, cuando se descontrolan, pueden crear un gran dolor y sufrimiento en las relaciones humanas. Sin embargo, sin ellas somos tan interesantes como los hongos, con la chispa creativa de una colcha, porque no tenemos nada que podamos decir que sea realmente nuestro. Las defensas edípicas nos hacen levantarnos y hacer cosas, y desear ser mejores; pero, cuando dominan la personalidad, la batalla puede convertirse en una total conflagración. En su forma más oscura puedan generar estados de paranoia y celos patológicos que pueden conducir a la violencia, al crime de passion tan querido por novelistas y productores cinematográficos. Freud colocó la etapa edípica entre los tres y los seis años, y entendía el problema de la defensa edípica fija en la edad adulta como el reflejo de experiencias traumáticas en el triángulo formado entre la madre, el padre y el hijo en esos años. Otra vez, debemos ampliar nuestras perspectivas y considerar el testimonio de la carta astrológica. Las defensas edípicas parecen relacionarse con determinadas figuras astrológicas, más allá de que hubiera traumas o no. ¿Y cómo medimos un verdadero trauma edípico? ¿Qué lo diferencia de una experiencia de envidia común y corriente? Probablemente, el niño con una configuración astro-lógica particular experimenta la derrota a manos del progenitor rival como una total y permanente devastación de la autoestima, mientras que otro quizás siente dolor y envidia, pero puede hallar la confianza necesaria para levantarse y volver a intentarlo. En algunas personas la defensa edípica llega de manera natural. Las experiencias traumáticas, por supuesto, pueden fijarla, pero antes que nada debe existir la predisposición. Sólo nos ponemos a la defensiva con relación a aquello que más nos importa.

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