Anochecer

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Podía sentir la calidez de los rayos del sol del amanecer de aquel día de verano sobre mi piel; esa sensación de tibieza era tan agradable que simplemente me abandoné a ella, dejando que llegara a cada uno de los rincones de mi alma, y por un instante deseé tener la gracia de poseer el sentido de la vista para poder contemplar aquella luminosidad que emanaba del astro rey. Por primera vez en mi vida me sentía pleno, con la seguridad de que había encontrado a aquel ser que complementaba mi alma y con la cual quisiera pasar el resto de lo que me quedara de vida, según lo que los dioses dispusieran.
No pude evitar que una sonrisa se dibujara imperceptiblemente en mis labios producto de la emoción de aquel sentimiento tan intenso que llenaba mi corazón hasta el punto tal de darme la sensación de que iba a estallar. ¿Acaso esto era lo que los humanos llamaban felicidad? Puesto que jamás había tenido la oportunidad de experimentar algo parecido a esto, me sentía extraño e incluso un tanto ajeno a esos sentimientos que eran completamente nuevos para mí.

El amanecer de ese día era para muy distinto a otros, ya que estaba cargado de una notoria ambivalencia: por un lado me sentía feliz por haber conocido
el amor gracias a Natalie, lo que me había permitido comenzar a experimentar nuevas emociones y a ver la vida de otra manera a como hacía estado viviéndola hasta ahora, pero por el otro, la tristeza comenzaba a hacer mella en la coraza de mi alma al saber que con cada día que pasaba, más me acercaba al momento de mi desaparición del plano terrenal. Sabía que mi misión era acumular todo el cosmos que pudiera para utilizarlo a nuestro favor en el milenario conflicto bélico que la diosa Athena mantenía con Hades desde la era de los dioses, y que a consecuencia de ello no sobreviviría; eso lo tenía muy claro, y no le temía a la muerte, al contrario, estaba en paz con ello. Sabía que éste era el deber de un caballero dorado.
Si algo había aprendido a lo largo de los años, era que la vida era muy injusta. ¿Por qué precisamente en el momento en el que había encontrado a la mujer que amaba con un sentimiento tan fuerte e inusitado, tenía a la muerte siguiéndome de cerca y recordándome que cada vez me quedaba menos tiempo en este mundo? ¿Por qué no podía tener una vida normal, como los demás hombres? Ojalá todo fuera así de sencillo. No tenía miedo por mí ni el cruel destino que ya había aceptado. Lo que me atemorizaba era el hecho de no saber qué sería de la joven que me había robado el corazón cuando ya no me encontrara en el mundo de los vivos. ¿Quién la resguardaría de aquellos espectros en esta Guerra Santa en la que inevitablemente nos vemos inmersos?
Suspiré profundo y permanecí en silencio, con mi rostro apuntando hacia la salida del sol, y meditando una respuesta a mis interrogantes.
La frescura de la brisa veraniega acariciaba mi piel cual si fuera una mano invisible que intentaba consolarme mientras reflexionaba en estas cuestiones que tanto me inquietaban y que últimamente me dificultaban el sueño. También pensé en cuánto había cambiado mi vida desde que apareció Natalie. Esa joven desconocida, ajena a su tiempo, tan sensible al sufrimiento humano; tan frágil pero a la vez tan fuerte, dueña de una fuerza interior que ella aún desconoce que posee, había sido capaz de traspasar con su inocencia y bondad, la barrera que yo mismo había impuesto en mi corazón desde hacía muchos años para aislarme de los complicados sentimientos humanos y del sufrimiento del mundo. Sentía con más intensidad que nunca la necesidad de proteger a ese ser tan especial de todo aquello que quisiera dañarla, pero también de sí misma cuando su tristeza guardada desde hacía tanto tiempo amenazaba con acabar con su autoestima. Me juré que mientras estuviera en este mundo, la guardaría con mi propia vida, y que haría hasta lo imposible para que ella no se sumiera en la depresión nuevamente; lo había estado haciendo durante este tiempo a través de las sesiones de meditación, las cuales ya estaban mostrando sus frutos. Continuaría infundiéndole ánimos y la fuerza necesaria para que pudiera afrontar cualquier dificultad que se avecinara, y que no se dejara vencer por la adversidad.

_¿Qué es lo que has hecho conmigo, Natalie?¿Hasta dónde has arraigado en mi corazón?_, susurré en voz baja, casi imperceptible, e inconscientemente de mi acción.

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