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Volví a entrar en el café, con el rostro descompuesto. El viejo seguía allí. Ahora sí estaba dormido, aplastado sobre la mesa.

Pero ya no éramos los únicos en el café. Un muchacho se había sentado a dos o tres mesas de mí. Era más o menos de la edad del primo de Jaemin, del que estoy enamorado; pero es un amor imposible porque él tiene veintidós años.

Revolvía su malteada de fresa con una cuchara larga de plástico verde. Tomé mi vaso de la barra y me senté cerca de la rocola. Colgué mi mochila en el respaldo de la silla. Tenía que pensar. Para darme ánimos, eché una moneda en el aparato y escogí una canción de Alec Benjamin. No es que me encante, pero su voz me relaja: se parece un poco a la de papá. Mordí el popote con los labios y empecé a sorber mi malteada.

Cuando acabó la canción, aún no sabía qué hacer. Por un momento pensé en esperar a mi papá en casa de Heechul, su mejor amigo. Además, él no tiene la menor pretensión de volverse mi padre postizo. Lo quiero mucho. Estoy seguro de que aceptaría darme asilo. Traté de llamarlo, pero tampoco estaba. Volví a programar la canción y pensé ''¡Ey!, voy a jugar un pinball para concentrarme mejor.'' Soy el rey del pinball. Papá fue quien me enseñó a jugarlo. Es un ''juego de guerra'', mi favorito. En cuanto empecé a deslizar la moneda en la ranura, el mesero, que todavía estaba con la nariz metida en el periódico -al parecer se lo aprendía de memoria-, gruñó:

—¡Oye, mocoso! Los juegos están prohibidos para los menores de dieciséis años no acompañados de un adulto.

Lo decía para molestarme. Me había dejado entrar al café y también hubiera podido dejarme jugar.

Al otro extremo de la sala, el muchacho se puso de pie.

—¿No ve que sí viene acompañado? Soy su hermano.

Se acercó a mí mientras el mesero se alzaba de hombros farfullando algo.

—¿Me invitas un partido, hermanito?

—De acuerdo, pero me toca el primer nivel –contesté.

Asintió con un movimiento de cabeza y lancé la bola. Hubiera podido hacer un gran juego. Agotar el contador fácilmente; ya tenía 345 000 puntos, pero entonces llegó el dueño del café.

—¿Qué demonios haces tú aquí?

Me sobresalté. Mi dedo resbaló del botón, haciendo que se me escapara la bola. Se acercó y gritó:

—¡No quiero tipos como tú en este lugar! Tienes dos segundos para largarte –se dio cuenta de que allí estaba yo. –Y llévate a ese mocoso contigo. ¡No estamos en un kínder!

Ese día empezaba a pesarme. Mi hermano adoptivo se inclinó y me dijo:

—Creo que es mejor que nos vayamos...

Recogí mi mochila y lo alcancé en la calle. El reloj de la Sociedad de Transporte Ferroviario marcaba las 11:46 de la noche. Ya casi era martes. Caminé junto a él.

—Oye, como que no le gustas mucho al dueño del café... –señalé.

Alzó los hombros.

—Ya es tarde, deberías volver a tu casa.

—Ya no tengo casa... –suspiré.

—¿Dónde vas a dormir?

—Creo que en la estación.

—Puedes venir a mi casa.

Ya no dijimos nada. Era más bien callado. Mientras tanto, consideraba: ''¿Voy o no voy? No parece malo...'' Aunque sí me parecía extraño. En ese momento no hubiera sabido decir por qué. Ahora sí lo sé. Era infeliz. Tan infeliz que no se podía leer otra cosa en su rostro.

Decidí aceptar la invitación. Si me quedaba en el vestíbulo de la estación, la policía me llevaría en dirección a elnopapá. ¡Ni pensarlo!

Seguimos caminando en silencio. La lluvia había cesado.

Yo trataba de brincar los charcos. A él no le importaba.

—¿Cómo te llamas? –me dijo al fin.

—Donghyuck, ¿y tú?

—Mark.

Un pacto con el diablo. | MarkhyuckDonde viven las historias. Descúbrelo ahora