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—¿Hay más? —Hua Cheng pregunta mientras se acurruca junto a Xie Lian en su humilde silla de escritorio. Es una silla de oficina que está en buenas condiciones, un tesoro de la suerte entre la basura en una colonia de pulgas, todavía bastante suave y firme contra su trasero regordete y su espalda perpetuamente dolorida. Es una de las pocas cosas en las que encuentra consuelo, hundirse en el viejo lío de algodón y cuero ligeramente rasgado. Sin embargo, no está hecho para sostener a dos personas a la vez.

La silla cruje peligrosamente. Hua Cheng y Xie Lian están cortados por un espacio estrecho, hombros anchos que se guían hasta una cintura delgada que podría acabar el mundo si se desnudara. Aunque Hua Cheng es cada vez más tonificado, más de un tipo de esbeltez elegante pero peligroso; arcos de pantera en la espalda. Mientras que el de Xie Lian es más de un tipo... más puro, más crudo, una forma agradable de decir menos refinado, suave y con los pies en la tierra; no tan elegante como un cisne, pero lo suficientemente cerca.

Se acomodan, como uno puede imaginar, a muslos tan apretados entre sí que cada movimiento refleja de un músculo viajando al otro. Y ahí se da cuenta de que hace calor, demasiado calor.  Casi quemando su piel. Hirviente, ardiente, fogatas intensas y constantes como corrientes eléctricas. Xie Lian puede pensar en muchos adjetivos más, pero fallan en comparación con la realidad.

—¿Gege? — Hua Cheng empuja a un costado su codo, provocando un chillido de él cuando roza el lado sensible de su cuerpo. Por la forma en que el aliento de Hua Cheng roza los cabellos sueltos alrededor de su rostro, le toma un tiempo calmarse.

No quiere que esto termine todavía, por lo que ahoga una respuesta y rápidamente se inclina hacia adelante para barajar la pila de ensayos sin revisar.

El movimiento hace que los pliegues de su pijama se deslicen contra los jeans de Hua Cheng con una deliciosa fricción, enviando otra sacudida de calor que se arrastra desde su muslo hasta el resto de su cuerpo. A Xie Lian se le clava su aliento como una espina en la garganta, pero se las arregla para convertir el gemida que se aproxima en tos. Su excitación está comenzando a manifestarse en una forma más... física: la polla se endurece dentro de su bóxer. Y agradece al cielo por llevar pantalones más holgados dos hoy, y que su camisa caiga hasta la mitad del muslo, proporcionando una cortina casual contra su creciente erección.

Se acomoda nuevamente al lado de Hua Cheng, presionando cómodamente contra el pesado calor del otro.

Con la mayor suavidad del mundo, saca un papel que ha marcado antes con un pliegue en la esquina. Con lo ojos parpadeando a través de la cadena de palabras, intenta rociar un aire de profesionalismo sobre sus ojos aturdidos. La tangibilidad del papel en sus manos es un recordatorio ponderado, por ligero que sea, de que no puede simplemente saltar sobre Hua Cheng, en todas las formar que uno puede imaginar que implica.

No es que Xie Lian carezca físicamente o... esté biológicamente infringido, pero simplemente no puede. Años de crecer con los ojos estrictos de sus padres, sus amigos sobreprotectores, su faltas de experiencia y un miedo profundo a tales cosas siempre lo han hecho incapaz de dar el primer paso.

Es culpa a su Laoshi por decirle que morirá si tiene sexo, ¿¡de acuerdo!?

Por mucho que Xie Lian quiera, su cuerpo emite brillantes señales de advertencia cada vez que lo intenta. Registra en su mente que debe ser el alfa más lamentable que jamás haya existido en la historia: carente, carente, muy carente.

Los dedos de Hua Cheng rozan los suyos mientras toma el papel de Xie Lian, y este último ahoga un gemido. Dios, ¿qué le pasaba? Hua Cheng lo estaba ayudando pacientemente y aquí estaba, sediento (¿usó esa palabra, en serio?) por el hombre como si fuera un adolescente hormonal.

Si yo fuera más jovenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora