CAPÍTULO 3

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Las paredes retumbaban al ritmo de la música, los gritos y risas viajaban sin piedad hasta la habitación de William, quien se encontraba debajo de las cobijas apretando una almohada contra sus oídos.

Con frustración se incorporó y dio una patada al colchón. Tomó una sudadera que colgaba del pomo de la puerta y salió.

La sala del departamento estaba llena de universitarios. En una mesa jugaban beer pong, en una esquina lanzaban dardos a un tablero improvisado el cual señalaba cuántos shots debías de tomar dependiendo en dónde caía, en un sillón había personas jugando Uno, otros cuantos bailaban y había una pareja por aquí y por allá metiéndose mano.

William apretó con furia los puños dentro del bolsillo de la sudadera.

—¡Will! —lo saludó uno de sus roomies que estaba, sin duda, en estado de ebriedad. —Hermano, has salido, ¿te quedarás un rato en la fiesta?

Él apenas pudo entender lo que decía debido a que la música estaba a niveles demasiado elevados y el chico arrastraba las palabras.

—No —respondió conteniendo su enojo—, de hecho, he venido a pedirte que bajen el volumen, por favor.

Su roomie lo miró durante unos segundos y después se echó a reír.

—Pero ¿qué dices? ¡A penas son las once de la noche! Esto acaba de empezar —gritó.

Desde el otro lado de la habitación otro de sus roomies lo visualizó y se acercó a él con una botella gritando:

—Shot, shot, shot, shot...

Poco a poco todas las personas se le fueron uniendo a coro.

William respiró profundo tratando de no explotar de coraje ahí mismo.

—No... detente —trató de alejarse del roomie, pero este le acercaba más y más la botella a la boca. Algunas personas acorralaron a William por detrás, obligándolo a detenerse. Lo tomaron de los brazos. El roomie le inclinó la cabeza y vertió el contenido de la botella al tiempo que todos contaban:

—Uno... dos... tres... cuatro... cinco.

Lo soltaron y William sintió la garganta quemarle como fuego puro. Se sintió mareado.

Todos gritaron en celebración y muy pronto su roomie encontró otra víctima.

Caminó entre el mar de personas hasta la puerta y salió del departamento. No sabía a dónde se dirigía, no sabía cuánto dinero traía, sólo se dejaba llevar por sus furiosos pasos mientras bajaba las escaleras. Abrió la entrada principal del edificio y el aire fresco de la noche lo recibió.

Las hojas de los árboles se mecían suavemente, provocando diferentes sombras con la ayuda de las faroles de la calle.

Sin rumbo comenzó a caminar.

Pasó unos cuántos bares y puestos de comida en la calle, trataba de no pensar, pero su mente quería proyectarle todo. Todo lo vivido, todos los sentimientos. Se detuvo en una tienda de conveniencia, compró unos cigarros y un encendedor.

Hacía meses que no fumaba. Mientras la luna lo acompañaba él se debatía si debía encender uno. Con la cajetilla en la mano seguía caminando hasta que supo a dónde se dirigía.

Miró la entrada de su antiguo edificio. Era de aproximadamente 3 pisos, la fachada de ladrillo simulaba ser una casa bastante grande y elegante. Claro que su belleza se reflejaba en lo que cobraban de renta. Subió lentamente las escaleras de la entrada.

Justo en ese momento una señora salía hablando por teléfono y William aprovechó para meterse antes de que se cerrara la puerta por completo. Su mente conocía de rutina el camino a su departamento en el segundo piso y, como si estuviera esperándolo, al girar el pomo de la puerta ésta se abrió sin ninguna dificultad.

Roomies sin romanceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora