Capítulo 2

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Los días transcurrían tranquilos para los Ral, en lo que respectaba a ritmo de vida y acomodamiento en el nuevo hogar. Mientras Petronella recibía visitas y era invitada al reducido y avinagrado círculo social de Orvud, Maarten comenzaba apaciblemente sus clases de Filosofía y Teología en la Universidad de Mitras. Era un gran estudioso de la religión tras las Murallas, estudiando como escéptico las leyendas y teorías sobre el origen de las mismas, aunque con gran seriedad y con la discreción que requería el tema, más aun teniendo en cuenta que él era el reemplazo del anterior profesor especialista de la universidad, de apellido Smith, desaparecido en extrañas circunstancias meses atrás. Detalle que obvió a su esposa e hija, quienes se hubieran negado de plano a mudarse a Sina con él. Pero él sería más cuidadoso que su predecesor, no planeaba arriesgar su vida ni la de sus seres amados. Bastaba ya con lo de Eren...

Pero, a diferencia de sus padres, Petra Ral no tenía el más mínimo interés en adaptarse ni en sociabilizar en el distrito en donde ahora vivía. Rechazaba con desdén las tertulias que organizaban las jóvenes damas del lugar, y miraba por encima de su hombro a sus arrogantes vecinos. Cada vez que salía de paseo o de compras con alguna sirvienta, mantenía la frente en alto y afilaba la mirada, mientras comentaba en voz alta a su acompañante sobre las delicias de la Muralla María, sus maravillas naturales y cómo iría a convertirse en una anciana gris por quedarse a vivir en la Muralla Sina. No se daba cuenta de que ella misma se rebajaba a la altura de sus orgullosos conciudadanos, mostrando aires de grandeza y altivez nunca antes vistos en ella. Pero Petra se justificaba a sí misma, como una pobre criatura arrebatada del calor de su verdadero hogar y puesta frente a las fauces de un dragón pálido y nebuloso. Horrible y frío.

Como ese hombre.

Hombre al cual no había vuelto a ver luego del incidente con el desventurado trabajador despedido. Era tal la inquina que la bella pelirroja sentía por ese sujeto, que deseaba no tener que volverlo a ver nunca más en su vida. Pero temía que, siendo este una especie de mecenas de su padre, el reencuentro sería inevitable. Y ese temor cobró fuerza al escuchar que se organizaría una fiesta entre las familias más importantes del distrito para presentar formalmente en sociedad a la familia Ral.

Petra no lo había vuelto a ver, pero él a ella sí. Levi Ackerman se las arreglaba para escapar unos minutos de su oficina y dar paseos con la esperanza de verla aunque fuera de lejos. Y lo logró numerosas veces. Sin embargo, no sabía cómo propiciar un encuentro en el que pudieran limar asperezas y acercarse él sin que la jovencita lo mirara como quien mira a un animal repulsivo. Habían comenzado mal, y el hombre de cabellos azabaches no sabía cómo enmendar la situación y llevarla a puertos menos hostiles. Jamás le había revelado a nadie del interés creciente que sentía por aquella mujer dorada, y se encargaría de que se mantuviera así. Bastante vergüenza le provocaba tener que escabullirse por las calles como un ladrón sólo para verla de lejos, como si ella fuera un ser inalcanzable y él un simple mortal. Levi Ackerman no era un simple mortal para los demás habitantes de la Muralla Sina.

Pero se le ocurrió que ya podría hacer esa visita que las buenas formas y costumbres le obligaban hacer y que, por trabajo, no había hecho.

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Un día, volviendo de un paseo por las afueras del distrito a horas de la tarde, Petra se topó de sopetón con el grupo de trabajadores de la fábrica de algodón de los Ackerman. Hombres y mujeres de rostros tristes, resignados y ceñudos ante las adversidades, la contemplaban con envidia, curiosidad y hasta diversión. Algún que otro muchacho atrevido le guiñó un ojo y la saludó coquetamente. Petra, algo asustada, se encogió contra el paredón que delimitaba la angosta calle, mientras el pelotón de obreros cubiertos de motas de algodón pasaba a su lado fijando la mirada en ella y pronunciando cumplidos poco decorosos.

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