– ¡Luna! ¡Luna! – escuché que gritaban, suponiendo que era mi subconsciente.
Descarté esa idea en cuanto noté que me escocía la mejilla y me encontré a mi hermana mirándome fijamente. Me había dado una bofetada. Genial.
Tenía miedo a volar, así que siempre acababa tomándome algún tranquilizante que me dejaba muy relajada y luego era imposible despertarme.
– Vivi, te odio – murmuré, cogiendo mi equipaje para salir junto a ella.
Toda mi familia estaba esperando abajo, mientras se reían descaradamente. No lo entendí hasta que mi madre me hizo una seña a mi pelo. Era un desastre.
Mi padre pasó bastante tiempo peleándose en italiano con un hombre francés, hasta que se acercó mi madre - que era francesa - y habló más amablemente con él.
Necesitábamos alquilar un coche que nos llevara hasta La Rochelle, nuestro destino.
– Cinco euros a que papá mata a un francés en menos de dos días – susurró a mi lado Enzo, mi hermano mayor.
– Hecho – le contestó Vivi, la más pequeña.
Alina, la melliza de Enzo, suspiró a su lado. Sus personalidades eran bastante distintas; Enzo se creía que la vida era un juego y Alina que era un sufrimiento constante en el que había que luchar cada día para sobrevivir. Vivi... bueno, Vivi estaba convencida de que se haría rica antes de cumplir los veinte y viviría perfectamente por el resto de su vida.
–¡Tenemos el coche! – exclamó mi madre, ilusionada.
Al ser seis, debíamos alquilar uno más grande, que tuviera ocho plazas. Alina, por elección propia, se había sentado sola al final del coche. Se puso los auriculares y se olvidó de que existiamos por más o menos dos horas.
Cuando llegamos, le preguntamos a una mujer del pueblo si había oído hablar alguna vez del hotel Fortier. Ella rodó los ojos y nos indicó que estaba en lo más alto del pueblo.
– ¿Tenemos que subir todo eso andando? – preguntó Enzo, fingiendo desmayarse.
– No seas quejica – respondió papá, dándole un golpe en la espalda.
Él hizo una mueca de dolor y cansancio. Alina ya estaba a medio camino cuando el resto decidimos empezar a subir.
Entre el sol, las maletas y que las calles eran de piedra, estábamos destrozados. Finalmente, conseguimos subir sin tener ninguna baja por el camino.
– Son las últimas vacaciones que paso con vosotros – dejó claro Enzo, sentándose en el suelo.
– Mejor, así nos ahorramos tu billete – bromeó mamá, dándole la mano para que se levantase del suelo.
– Y verlo todos los días – dijo Alina, dudaba que bromeando.
Mamá, para evitar que estos dos discutieran, empujó suavemente a Enzo dentro del hotel. Vivi estaba muy emocionada, sobre todo al ver que nos recibían con galletas.
La mujer de recepción era bajita, rechoncha y con el pelo corto y rubio. Era extremadamente simpática y trató de hablarnos en italiano porque lo chapurreaba, pero mi madre le dijo que todos – excepto mi padre – hablábamos francés.
Un chico moreno, con el pelo rizado y los ojos castaños, se acercó a por nuestras maletas. Primero alcanzó la de Enzo, a quien le sonrió, provocando que este se girara a mirarme boquiabierto. Ya había caído.
– Déjenme que les enseñe las instalaciones – se ofreció la mujer.
Mi madre le iba traduciendo a mi padre todo lo que Claudine nos decía. Nos enseñó la piscina, el comedor, el jardín y nos dio un folleto con las actividades que se hacían.

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Lluvia de estrellas
RomansLuna Mancini, una joven que va a embarcarse en su primer viaje fuera de de Italia. Visitará las calles de La Rochelle, acompañada de sus nuevas amistades y de él, el chico que le gusta.