PRÓLOGO

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Bajo el agua, Membranas no podía oír los gritos de los dragones moribundos.

Bajo el agua, la batalla era tan lejana como las tres lunas. El fuego no podría alcanzarlo allí abajo. Las garras no podrían despedazarlo. La sangre de sus zarpas se borraría.

Bajo el agua, estaba a salvo.

A salvo a costa de ser un cobarde... lo cual, sin duda, seguía siendo mucho mejor que convertirse en un muerto valiente y leal. Membranas se despertó temblando.

Un bagre lo miraba fijamente. Los bigotes se le movían sin parar por culpa de la corriente y la expresión de su rostro parecía gritar: «¿Por qué hay un dragón durmiendo en las rocas de mi río?».

El dragón se lo comió y se sintió un poco mejor.

«Los Garras de la Paz ya deben de saber lo que les ha ocurrido a los dragonets —pensó el guardián—. Tienen espías en el Palacio Celeste. No necesitan que yo se lo cuente».

Los otros Garras no necesitaban que se alzara ante ellos y les dijera que habían fallado.

Pero ¿adónde podría ir si no? Ya era un fugitivo de su propia tribu, los Alas Marinas. ¿A partir de ahora tendría que pasarse también el resto de su vida escondiéndose de los Garras de la Paz?

Membranas nadó hasta la superficie del río y, con cuidado, sacó la cabeza. Estaba oscuro y los Garras de las Montañas de las Nubes, como

unos fantasmagóricos dientes gigantes, bloqueaban la mayor parte de la luz de la luna. El Reino Celeste quedaba ya muy lejos de allí. El Reino Celeste y los cinco dragonets que había jurado proteger. Membranas arrastró su enorme y dolorido cuerpo fuera del agua y dio tres pasos hacia el interior del bosque antes de percatarse de las formas oscuras que lo estaban esperando.

Se giró rápidamente, pero un nuevo dragón salía en ese momento del río bloqueándole su ruta de escape. Un estampado de espirales negras decoraba sus escamas verdes y los dientes le brillaban bajo la luz de la luna.

—Membranas —dijo el otro Ala Marina con una voz sedosa—, pensaba que nunca te ibas a despertar.

Membranas clavó las garras en el lodo de la orilla del río. —Nautilo —saludó el guardián, molesto al detectar el miedo en su propia voz—. Tengo noticias muy importantes para los Garras.

—No me digas —le contestó Nautilo—. Supongo que te has perdido mientras intentabas llegar a nuestro punto de reunión.

—Así que pensamos que lo mejor sería venir a buscarte —dijo otra de las figuras oscuras. Su voz era tan gélida como un témpano de hielo. «Cirro», adivinó Membranas. Nunca era buena señal que se presentara Cirro el Ala Helada.

—Los Alas Celestes encontraron nuestra cueva —se explicó el guardián. «Limítate a decir la verdad. Nada de esto es culpa tuya»—. Y la reina Escarlata se llevó a los dragonets.

—Sí —le contestó Nautilo secamente—. Nos lo imaginamos cuando se subió a la montaña más alta de su maldito reino y empezó a gritar a los cuatro vientos que tenía a los dragonets del destino, que eran suyos.

—Cuéntanoslo todo —siseó Cirro—. ¿Cómo os encontraron? —Bueno —comenzó el Ala Marina lentamente—. Todo empezó cuando

dos de los dragonets intentaron escapar.

«Quizás habían sido tres». No estaba seguro de dónde se había metido Gloria aquella noche cuando solo pudieron encontrar a Nocturno y a Sol en la cueva, pero sí sabía que no podía haber escapado por el río con Tsunami y Cieno.

—¿Por qué iban a querer escapar? —le preguntó Nautilo—. ¿Qué les hicisteis?

Membranas notó cómo se le inflaban las agallas.

Wings of Fire: La princesa perdidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora