Capítulo 1. Las normas.

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─No es tan complicado, Sergio, por favor. ─

La voz cansada de mi hermano recorrió el inmenso salón de aquella inmensa casa que, si bien era innegablemente espaciosa y luminosa, no se sentía como el lugar al que yo y él pertenecíamos. Por más que fuéramos ángeles, tanto blanco me recordaba a un hospital. Y yo odiaba los hospitales.

─ Ya sé que no. ─ respondí, dejando la taza de café vacía en la fregadera de la cocina donde me uní a mi hermano. Le dediqué entonces una mirada.

─ ¿Entonces? ─ preguntó Andrés, rozando casi la incomodidad ante lo lento que parecía avanzar la conversación.

No respondí.

─ Por Padre, hermano. Todos los seres humanos de corazón puro son asignados a un ángel cuando nacen. Ni siquiera tienes que esforzarte, tu vínculo con Ágata está formado, es fuerte, indestructible salvo por su muerte. ─exclamó Andrés, pronunciando con énfasis la última palabra.

Mi mirada se tornó casi indescifrable a través de los cristales de mis gafas. Tampoco dije nada entonces. Sabía que tenía razón y aun así también intuía que había algo en esa mujer que no terminaba de marchar bien respecto a mi misión.

─ Protegerla sin intervenir demasiado, lo sé. ─repuse por fin, consiguiendo un suspiro de alivio por parte del hombre que, enfundado en el traje, terminaba una copa de vino.

─ Muy bien. Porque si tu no haces tu trabajo, yo no puedo hacer el mío, ¿umh? ─bromeó Andrés.

Él había estado más que encantado con su asignación aquella vez. Silene, o como era nombrada en su ficha, Tokio, era una mujer joven y muy activa. Como la ciudad japonesa, parecía que no durmiese nunca. Le iba la fiesta y entre sus talentos estaba el de meterse en líos. Y a Andrés, por ende, le tocaba acompañarla, evitar que la matasen y además, aprovechaba para pasarlo bien con ella.

A mi aquello me resultaba muy arriesgado. Como caminar por una cuerda floja, una provocación casi ante la ira de nuestro padre. Los dos sabíamos que era una prueba. A Andrés no le había ido muy bien la última vez y Padre se había enfadado tanto que lo había dejado abandonado, sin un protegido, durante prácticamente un siglo. Si lo hacía mal con Tokio, entonces no volvería a ser el ángel de la guarda de nadie.

Las normas estaban ahí. Eran sencillas, simples, cualquiera podría entenderlas.

Primero: Ningún ser humano podía conocer la naturaleza de nuestra existencia. Especialmente las almas que debíamos proteger.

Segundo: en ningún caso nuestra esencia divina debía entremezclarse con la vida humana.

Eso significaba que el máximo nivel que podíamos alcanzar con los humanos era nada más y nada menos que la amistad. Un concepto que a mí siempre se me había hecho especialmente dificultoso.

Tercero: no podíamos intervenir cuando les llegaba su hora. Debíamos dejarlos morir, irse en paz, continuar con el ciclo de la vida.

─ Eres consciente de que debes protegerla, ¿no? ─recordé.

Andrés reaccionó con una mueca de ofensa.

─ Pues claro que sí, hermanito. ¿Pero cómo quieres que la proteja si no la acompaño a todas las fiestas, carreras, y demás desmadres? No puedes encerrar a una mujer como Silene Oliveria, Por fAvOr. ─exclamó.

Teníamos conceptos distintos de la protección. Eso estaba claro pero no podía acusarlo de nada. Andrés tenía razón. Yo había conocido a Silene una mañana al llegar a la casa de mi hermano. Estaba todo hecho un verdadero asco y la morena dormitaba con una pierna y un brazo colgando del sofá. Al buscar a mi divino hermano entre los restos de una fiesta que parecía ya en palabras del contrario, "absolutamente memorable", la chica se despertó.

ÁNGEL CUSTODIODonde viven las historias. Descúbrelo ahora