Capítulo 2. En otra vida.

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Tal y como le había prometido llamé a Andrés en cuanto llegué a mi casa.

Lo cogió al tercer tono.

─ Hermanito, ¡pero qué sorpresa! ─exclamó.

─ Hola, Andrés, verás. ─ empecé. La verdad es que no me apetecía salir a cenar en absoluto. Pero como siempre se me adelantó.

─ Me has pillado pintando, pero es un poco pronto. Tenemos la reserva a las nueve y media. ─ ni siquiera sabía dónde.

─ Ya, era sobre eso. ─ esta vez no le dejé interrumpirme. ─ Verás, he tenido una mañana un poco ajetreada y quizás no sea la mejor compañía esta noche. ─

─Estoy al tanto, por eso insisto. Con alguien tendrás que hablarlo, ¿no? ─ no respondí de primeras.

─ Paso a por ti a las nueve. ─ y tras aquello colgó, sin dejarme discrepar ni una vez más.

Tenía que darme una ducha y cambiarme de ropa. Solo me apetecía tumbarme en la cama, pero al final no hice ni una cosa ni la otra. Me dirigí hasta el despacho. Todas las paredes estaban cubiertas por librerías a su vez repletas de volúmenes únicos. Olía a librería antigua y estaba orgulloso de esa colección, pero lo importante de verdad lo ocultaba todo aquel conocimiento.

Tirando del volumen de la biblia, una de las estanterías cedió y me permitió empujarla hasta la derecha para dejar acceso a una caja fuerte oculta. De allí extraje uno de los papeles que tendría que rellenar.

Papá estaba contento conmigo, en todos esos años no había dado un solo problema. Cada vez que desplegaba mis alas en la Tierra yo preparaba un informe con lo ocurrido, evaluaba los daños, los riesgos y aportaba mi punto de vista. Lo enviaba sin que lo requirieran y la siguiente vez que Padre me veía no decía nada. Solo me dedicaba alguna mueca de complicidad.

Así que empecé a redactar. Con una pluma de las antiguas, de oca, plasmé lo sucedido en el bar. Traté de no omitir nada y cuando terminé de sellar el sobre con la cera divina y dorada, casi como el oro líquido, me habían dado las siete y media.

Mi tarde en aquella estancia de mi casa, la favorita, terminó conmigo prendiendo en la chimenea del salón la carta. Las cenizas era la forma más rápida de que aquello llegase a las manos de mi Padre.

Las dos palabras que Ágata habían pronunciado resonaban con más fuerza que la bala disparada en el bar.

Elegí un traje blanco roto con una camisa perfectamente blanca debajo de esta. Mis mocasines, como siempre, eran oscuros.

Andrés no tuvo que avisarme, lo esperé en mi portal y llegó dos segundos antes de la hora acordada. Era extravagante hasta en los vehículos. Esa vez, una pequeña limusina.

Lo que me sorprendió fue la compañía. Solo éramos él y yo, algo que no solía pasar tan a menudo como a mí me gustaría.

─ Hermanito, buenas noches. ─dijo, nada más verme subir.

─ Buenas noches. ─susurré, terminando de acomodarme. El coche arrancó pero no me molesté en abrocharme el cinturón.

La ceja de mi hermano se marcó en prácticamente un ángulo recto.

─ Pero qué pasa, Sergio, ni que hubieras visto un fantasma. ─ se quejó, pegándose a mi con todo el espacio que había.

─ Has extendido las alas, ¿y qué? ─ el silencio volvió a ser mi respuesta. Desvié la mirada.

─ No era la hora de Ágata. Ha estado hablando con Silene y van a salir esta noche, así que ya sabes lo que te toca. ─ esa noticia no me la esperaba. Tuve que mirarle y él me sonrió, terminando en una carcajada que a punto estuvo de contagiarme.

ÁNGEL CUSTODIODonde viven las historias. Descúbrelo ahora